CRÓNICA POR ENTREGAS

SEGUILA AQUÍ TODOS LOS MARTES Y JUEVES
(DESPUÉS DE LAS 21 HS.)

martes, 16 de noviembre de 2010

Una familia tipo (tipo ensamblada...) (2da parte)

Cerca del mediodía, fui con Ariel a comprar bizcochos a la panadería de la esquina. A nuestro regreso, nos encontramos con la vecina de la casa de al lado, que no tuvo reparo alguno en cortarnos el paso para ponerse a socializar con nosotros.


-Así que ustedes son los nuevos vecinos- dijo, tratando de sacarnos conversación.


Quienes me conocen bien -y aún así, me siguen queriendo- suelen decir que, por lo general, hasta Marcel Marceau es más locuaz que yo. No obstante, en aquel momento me pareció prudente cumplir con los ritos de la cortesía barrial, así que detuve mi andar y aproveché para presentarme. La mujer hizo lo mismo y luego extendió su mano hacia Ariel para acariciarle la cabeza.


-Y este chico tan lindo, ¿es suyo?- preguntó, tratando de ganarse la simpatía de su flamante vecinito, sin saber que su flamante vecinito odiaba los gestos melifluos de la gente desconocida que intentaba ganarse su simpatía.


-Sí, es mi hijo- contesté, y me descubrí posando mi mano en su hombro derecho, en una clásica actitud de orgullo paterno, como si los rasgos de Ariel realmente hubiesen derivado de mis propios genes.


-Pero no es parecido a usted- acotó candorosamente la mujer, disolviendo mi acceso de orgullo paterno con la mayor brutalidad.


Entonces Ariel puso su mejor cara de angelito inocente y, con una ironía que sólo yo podía captar, explicó:


-Es que yo salí a mi mamá, señora.


Acto seguido, el muy pícaro me sacó la bolsita de la mano, dijo "dame que yo llevo los bizcochos", se despidió de la mujer con suma cordialidad y se borró olímpicamente de la escena (¡ah, las ventajas de ser niño!). Intenté imitar sus pasos, pero mi vecina hizo caso omiso a mis elocuentes movimientos corporales y permaneció interpuesta en mi camino, lo más campante.


-¡Pero que chico tan amable!- dijo, parapetada detrás de su escoba. -¡Es tan lindo ver a un niño educado! ¡Lástima que ahora sea tan raro encontrar uno! Bah, y gente grande educada tampoco hay. La gente ya no sabe lo que es el respeto. Usted vio, las cosas que pasan hoy en día en este país. Es todo una cuestión de falta de educación. Y eso no es culpa de la escuela, solamente, no señor. La familia tiene mucho que ver. Lo que pasa es que, claro, con tantas separaciones, tantos divorcios... eso trae consecuencias, ¿no le parece?.


Odio debatir temas polémicos con desconocidos en un contexto inapropiado, sobre todo si intuyo que la otra persona es de esas que no profesan gran simpatía por los disensos, y mucho menos si sé que voy a tener que seguir viéndola casi a diario por bastante tiempo. De manera que me limité a decir "Y sí...", por decir algo, mientras me esforzaba por avanzar gradualmente por el hueco que había quedado entre la escoba y la pared. Pero la mujer marcaba mejor que Mascherano y, con un movimiento de su brazo derecho, tan leve como efectivo, cerró la brecha que había dejado descuidada.


-Justamente, la pareja que vivía ahí antes que ustedes se separó -arremetió. -Aunque, le digo la verdad, ni siquiera estaban casados. Y claro, ¿qué compromiso puede haber ahí? Creen que es todo chacota y en cuantito hay un problema se separan. ¿Qué ejemplo se le puede dar a los hijos así? Porque el drama es cuando hay chicos. Dirán lo que quieran, pero cuando los padres se separan, los chicos quedan siempre a la buena de Dios, pobrecitos. Un niño necesita a su papá y a su mamá, pero juntos. Porque después la madre podrá rehacer su vida, conseguirse un novio y solucionar su problema, sí, pero ¿y los hijos? ¿Qué pasa con los hijos, eh? ¿Me va a decir que el nuevo marido se va a preocupar por la pobre criatura igual que si fuera el padre?


Supongo que para poder respirar, la mujer detuvo su discurso un instante, el tiempo suficiente como para que yo pensara que quizás era ella la razón de que el alquiler del interno estuviera tan barato.


-Esos chicos crecen llenos de conflictos y traumas. ¿Cómo va a pretender uno que cuando sean grandes se comporten con respeto y educación? Y bueno, ya ve, así nos va, ése es el país que tenemos. En fin... Ustedes, ¿hace mucho que están casados?


Justo en ese momento, cuando ya estaba sintiendo bajo mis pies el crepitar de las hogueras de la Inquisición, Ariel asomó su cabecita por la puerta de nuestra flamante casa y me pegó el grito para avisarme que ya estaba listo el almuerzo.


-¡Qué notable!- dijo mi vecina, entre divertida y extrañada, mientras yo me aprestaba ansioso a gambetear su escoba -su hijo lo llama a usted por el nombre.


Definitivamente, no era la ocasión más apropiada para ponerse a dar explicaciones.


-Sí -comenté -es una costumbre ... familiar, se podría decir.


Después, sin darle tiempo a réplica, me despedí de ella con premura y me zambullí en el hueco de la puerta como si estuviera anotando un try para Los Pumas en la final del Mundial de rugby.


-¿Qué te decía la señora?- preguntó Ariel, mientras recorríamos el largo pasillo.


Bajando al máximo el tono de mi voz, como quien revela un secreto inconfesable, le expliqué:


-Shhh, no digas nada, pero parece que mamá y yo estamos destruyendo la Argentina.


FIN
___________________________

ALGO ASÍ COMO UN EPÍLOGO


Disfruté muchísimo escribiendo esta historia. Una historia innegablemente autobiográfica, aun cuando los hechos en ella evocados se presenten levemente distorsionados por la lente del humor zumbón que recorre sus páginas. Una historia que me permitió reencontrarme con la faceta más lúdica de la tarea de escribir. Una historia mediante la cual busqué dejar testimonio de ciertas vivencias e impresiones propias de una etapa fundamental -y fundacional- de mi vida. Una historia que -tal vez y ojalá- pueda servirle de algo a otros. A padres o a hijos, biológicos o no.


También disfruté muchísimo esta maravillosa experiencia de compartir la historia con ustedes mediante esta vía tan poco convencional, al menos para quienes fuimos criados bajo el imperio de los textos impresos en papel. Escribir es una actividad eminentemente solitaria; por lo tanto la posibilidad de ir sintiendo la respuesta del público a medida que avanzaban los capítulos ha sido una aventura fascinante. Así que gracias, infinitas gracias a todos los lectores, sin cuya presencia y permanencia este juego compartido no habría sido posible.


Cuesta despedirse después de estos tres meses. Todavía no terminé de escribir estas líneas y ya siento nostalgia por tener que abandonar esta gozosa rutina de los martes y jueves. Parece que del otro lado pasa lo mismo: ya hay quienes, para prevenir un posible síndrome de abstinencia, me están pidiendo que escriba "Algo así como un abuelo". Sucede que "Ariel" tiene ahora 27 años y pronto va a ser papá. Quién les dice, tal vez en un futuro no muy lejano nos reencontremos, ustedes y yo, en una crónica que recree las andanzas de mi nieto.


Por el momento, chau a todos. Fue un gustazo. De veras.






jueves, 11 de noviembre de 2010

15- Una familia tipo (tipo ensamblada...)

La exitosa experiencia de las vacaciones y mi activa participación en la vida escolar de Ariel contribuyeron notablemente a afianzar nuestras relaciones tripartitas. Se podria decir que, a esa altura, ya éramos "casi" una auténtica familia. Auténtica, no según los estrictos cánones formales ortodoxos, claro, sino dentro de los flexibles márgenes que admite el concepto de "familia ensamblada". Para suprimir el "casi" sólo nos faltaba cumplir con un requisito: compartir el mismo techo durante los siete días de la semana.

Tomé conciencia de que tal momento había llegado el día que descubrí que, imperceptiblemente, la casa de Marcela había pasado de ser una modesta sucursal de la mía a transformarse casi en la casa matriz. Uno podía hallar en ella un surtido número de objetos de mi propiedad, desde elementos de higiene personal hasta libros y papeles, pasando por una nutrida variedad de remeras, shorts, pulóveres, buzos y calzoncillos. Más aún, como en ese tiempo yo ya pasaba cinco noches por semana allí, en las escasas ocasiones en que amanecía en mi propia casa me aquejaba esa breve confusión que uno suele tener al despertar en una habitación que no es la suya. Y si uno ya no es capaz de reconocer como algo natural el paisaje de su propio dormitorio...

Y, por si todo eso fuera poco, baste recordar que. por aquella época, yo ya había cumplido los famosos 28 años. La madurez, el aplomo, la sabiduría, estaban al alcance de mi mano (lástima que yo me sintiera como la Venus de Milo).

De modo que, aprovechando que se vencía el alquiler de la casa de Marcela, decidimos buscar un lugar más amplio donde vivir los tres juntos. Ariel se mostró encantado ante la novedad, aunque para preservar mi autoestima intacta, preferí no indagar demasiado qué porcentaje de su alegría derivaba de su inminente convivencia diaria conmigo, y cuál de saber que mi llegada traería aparejada, asimismo, la de mi organito electrónico Yamaha.

El operativo búsqueda, como suele suceder, arrojó al principio sucesivas decepciones. Cuando nos gustaba la casa que veíamos, no nos convencía la ubicación que tenía. Cuando nos gustaba la ubicación que tenía, no nos convencía la casa que veíamos. Cuando nos gustaban la casa y la ubicación, lo que no nos convencía era el alquiler que pedían. Bah, al contrario; nos convencía inmediatamente de que debíamos huir despavoridos de ahí.

Una mañana de noviembre fuimos sin mayor convicción a ver un departamento interno que quedaba cerca de la casa de Marcela. Lo ofrecían a un precio sospechosamente bajo, por lo que imaginamos que sería horrible, uno de esos sucuchos oscuros y húmedos en los que para entrar a la cocina hay que pedirle permiso a la cucaracha más chica (porque si te toca la más grande, directamente te manda a la cama sin cena).

Vaya sorpresa, después de recorrerlo, nos miramos y supimos que al fin habíamos encontrado lo que necesitábamos.

Hecha la elección, firmado el contrato y decidida la fecha para la mudanza, se hizo necesario notificar la novedad a parientes y amigos. Fiel a esa aversión visceral a las solemnidades que me caracteriza, se me ocurrió que una buena manera de hacerlo sería enviando parodias de participaciones de casamiento. De manera que me senté frente a la máquina de escribir (¿a qué viene esa sonrisita socarrona?, claro, ahora con una PC y una impresora, cualquiera se hace el diseñador gráfico, ¿no?) y pergeñé un prototipo en el que, debajo del nombre y apellido de los tres, se leía:
"participan a Ud(s). el inicio de su vida en común y comunican su nuevo domicilio unificado, sito en ..."

Se lo mostré a Marcela y a Ariel y les pareció simpático, así que me encargaron unas cuantas fotocopias para repartir entre sus conocidos. Eso sí, cuando les comenté mi idea de agregar, al final del texto, la frase "los novios saludarán en el patio", la sugerencia fue injuriosamente desestimada con una agresiva catarata de arteros vilipendios. Una verdadera pena.

Primero se mudaron Marcela y Ariel. Una semana después, lo hice yo. Es una manera de decir; lo único que hice una semana después fue llevar a la casa nueva los escasos seis o siete bártulos de mi propiedad que aún no estaban en la casa de Marcela.

Habrá que reconocer que el inicio de nuestra vida en común estuvo lejos de toda formalidad, espectacularidad y/o glamour. Mi arribo al flamante hogar se produjo en un taxi-flete destartalado, justo en un momento en que Marcela se había ido al supermercado. Entre el fletero, Ariel y yo bajamos las cosas y las entramos a la casa (bueno, en realidad, Ariel ayudó a entrar el organito electrónico Yamaha y después lo perdí de vista). En menos de quince minutos, la tarea estuvo concluida, de modo que cuando Marcela volvió de hacer las compras, se encontró con que yo ya estaba cómodamente instalado.

La verdad, un okupa no lo hubiese hecho mejor.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: Una familia tipo (tipo ensamblada...) (2da parte)

martes, 9 de noviembre de 2010

14- ¿Qué ves cuando me ves?

En cierto sentido, la tarea de educar a un hijo se parece al trabajo de un escritor. Movido por el deseo de transmitir al lector determinados mensajes y emociones, el escritor trata de resaltar en su texto la importancia de una frase, una idea o un personaje que a él le parecen trascendentes, aquejado siempre por el temor de que los ojos del lector resbalen por esas líneas sin prestarle la debida atención o sin asignarle el mismo valor que él les ha conferido al escribirlas. Del mismo modo, los padres acostumbran subrayar a sus hijos, una y otra vez, determinadas pautas y valores que desean transmitirles, preocupados ante la posibilidad no sólo de que aquellos no les den la importancia adecuada, sino de que -¡horror de los horrores!- terminen adoptando exactamente la conducta opuesta a la impartida como correcta.

Por supuesto, la cantidad de variantes que pueden presentarse respecto del rubro "pautas y valores" es tan amplia como vastos son los matices de la naturaleza humana. "Nene, lo único que te pido es que seas una persona de bien", "Nene, si te hacés de River te desheredo", "Nene, tenés que luchar por una sociedad más justa", "Nene, si me salís gay te mato", "Nene, tenés que tener un título universitario", "Nene, para triunfar en la vida tenés que pisarle la cabeza a todo el mundo", "Nene, cualquier cosa menos artista".

Insisto: la gama de bajadas de línea es amplísima, casi infinita. Sin embargo, hay dos elementos que identifican a todas ellas: uno es la alevosa falta de sutileza con que son perpetradas; el otro es el rol preeminente que, para consumarlas, los progenitores suelen otorgarle a las palabras.

A mí discúlpenme pero, quizás justamente porque trabajo con palabras, he aprendido a desconfiar de ellas, de su real eficacia a la hora de permitir la comunicación humana. Sermones aleccionadores, retos airados, latiguillos ametrallados a repetición, no son garantía de que los mensajes expresados por esos medios lleguen a buen puerto. Sin ir más lejos, todos hemos sido debida e insistentemente notificados de que Dios no quiere que matemos ni que robemos, y vean ustedes el desastre que una buena parte de sus hijos vive provocando en el mundo (y ni hablar de lo que pasa con aquello de "no desearás la mujer de tu prójimo"...).
No estoy diciendo con esto que a los hijos no haya que bajarles líneas para guiar su comportamiento, ni que haya que desechar por completo los discursos como medio de adoctrinamiento ético. Digo que, por lo general, la preocupación de los padres por la real eficacia de sus prédicas es tan exagerada como inútil. A los niños les quedan más cosas claras de las que nosotros creemos; ellos nos observan, nos evalúan y nos juzgan. Y frente a lo que ellos perciben a diario, no hay discurso en contrario que valga. Ni discurso a favor que posea tanta fuerza como los hechos.

Y es que lo más trascendente no se transmite por vía oral. Si lo esencial es invisible a los ojos, también es indecible a la boca (perdón, Antoine). No es por nuestras encendidas arengas que nuestros hijos van a respetar y reproducir nuestros principios. Ni siquiera por nuestras acciones extraordinarias. Lo que marca a un niño para siempre (pensemos, sino, en nuestra propia infancia) son determinados gestos o actitudes puntuales de sus mayores, y no precisamente aquellos que son fruto de una conducta reflexiva, deliberada, sino más bien todo lo contrario: esos momentos en que simplemente -¿simplemente?- los adultos somos como somos, sin pensar que también en ese instante estamos transmitiendo un mensaje fundamental, mudo pero tal vez más contundente y decisivo que aquel que se edifica -casi siempre, torpemente- con palabras recalcadas hasta el cansancio.

Cientos de veces a lo largo de la infancia de Ariel me pregunté cuál sería ese gesto mío, esa frase pronunciada por mi boca que habría de marcarlo para siempre, cuál sería el momento compartido que guardará toda su vida con especial cariño, cuál de mis actitudes le serviría de referencia ineludible a la hora de tomar sus propias decisiones adultas. La respuesta, por supuesto, sólo la posee Ariel. Seguramente me sorprendería conocerla.

Como podrán darse cuenta, esta particular manera de ver las cosas, sumada a mi arraigada neurosis, me ha conducido a no pocos conflictos internos. Porque, siguiendo este criterio, se arriba a una conclusión tan elemental como terrible: así como, sin darnos cuenta, podemos transmitir lo bueno de nosotros, del mismo modo podemos hacerlo con lo malo (es más, puede suceder que caigamos en lo segundo convencidos de estar haciendo lo primero).

Dicho en otras palabras: todo lo que digamos o hagamos frente a un niño, aún aquello que nos parece insignificante, puede acarrear consecuencias irreversibles. Bien pensado, es como para poner los pelos de punta (tanto a adultos como a niños). Sobre todo, porque en estos asuntos uno anda siempre caminando a tientas. Como bien señaló Antonio Porchia, uno sabe lo que ha dado, pero nunca sabe lo que el otro ha recibido. ¿Cómo saber cuál es la auténtica imagen que nuestros hijos se llevan de nosotros, qué es lo que ven cuando nos ven?

Por las dudas, tendríamos que estar preparados para lo peor. Hace años, nos reíamos cuando Mafalda, luego de observar a sus padres exclamaba alarmada: "¡Dios mío, estamos en manos de unos improvisados!".

Pues bien, asumámoslo de una buena vez: ahora esos improvisados somos nosotros.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: Una familia tipo (tipo ensamblada...)

jueves, 4 de noviembre de 2010

Pedagogía II (2da parte)

Una medida concreta que sí tomé al respecto fue hacer partícipe a Ariel de uno de mis ritos predilectos: concurrir a las librerías de canje, ésas donde, si uno está dispuesto a llenarse las manos de tierra, puede ver recompensado su paciente esfuerzo con el hallazgo de alguna joya literaria oculta en el montón de libros, aplastada por centenares de títulos tales como "Panorama de la cría de lombrices en Uganda meridional", "Una mirada estructuralista sobre la teoría de la catexis libidinal" o "Pegado a la línea blanca (memorias de un wing izquierdo adicto a la cocaína)".

Obviamente, no fue la perspectiva de encontrar miles de volúmenes polvorientos apilados en los estantes lo que convenció a Ariel de la conveniencia de acompañarme ese sábado a la mañana, sino la seductora posibilidad de renovar su stock de historietas sin tener que pedirnos un sólo centavo. Pues bien, supongo que sus expectativas se vieron holgadamente satisfechas: apenas entramos al local, Ariel rumbeó para el sector de las revistas y allí, ante sus ojos azorados, surgió, irresistiblemente tentadora, la mayor concentración de ejemplares de D'Artagnan, El Tony, Nippur, Superman y Batman que hubiera visto en toda su vida. "Elegí tranquilo, yo voy a revisar los libros", le dije, con la débil esperanza de que mis palabras le inspiraran aunque sea algo de curiosidad por ir al otro sector. Por supuesto, ni me escuchó, tan abstraído estaba descubriendo el paraíso.

A partir de aquel día, Ariel no sólo empezó a acompañarme en forma regular cada vez que yo iba al canje, sino que en muchas oportunidades era él quien tomaba la iniciativa de ir y me pedía que lo secundara. Lógicamente, yo accedía con gusto. Mi modesta y secreta apuesta era que, de tanto verme ensuciándome las manos con los libros, el ejemplo cundiera y, en un tiempo no muy lejano, Ariel quisiera probar dónde estaba la gracia de tan antihigiénico ajetreo.

Por supuesto, para que ello sucediera debieron pasar todavía algunos años. La tarde en que Ariel le dedicó su atención a un libro que prometía en su tapa sorprendentes revelaciones sobre el caso de los extraterrestres de Roswell y me pidió que se lo comprara, supe que la semilla había finalmente germinado. En nuestra visita siguiente al canje, me pidió una novela de Stephen King, que leyó con devoción en sólo un par de días. Vislumbrando su gusto por las historias de terror y suspenso, le comenté como quien no quiere la cosa el argumento de algunos cuentos de Poe, y se ve que el recurso fue efectivo porque inmediatamente quiso leerlos. A partir de entonces, la avalancha se hizo imparable y mi biblioteca se transformó en el objeto de la insaciable voracidad lectora de Ariel.

Claro que, al igual que con la estrategia del "Estanciero" y la del torneo de insultos, también aquí hubo que lamentar algunos efectos colaterales no deseados. En la primera clase de Lengua que tuvo Ariel en segundo año de la secundaria, la profesora realizó una sencilla encuesta entre sus flamantes alumnos para medir el nivel de lecturas que traían (o mejor dicho, para corroborar que la gran mayoria jamás había leído un libro en toda su vida). La pregunta era muy simple: "¿qué leyeron en el verano?". Después de escuchar varias respuestas previsibles -"El Gráfico", "Condorito", "No me gusta leer"- la sufrida docente se topó con la entusiasta declaración de Ariel: "Yo leí 'La metamorfosis' de Kafka y 'Un mundo feliz' de Huxley". Cuentan los testigos presenciales del hecho que el rostro de la mujer se transfiguró como atravesado por un fulgor incandescente. Dicen que se arrodilló en el medio del aula y con los brazos extendidos en cruz y la vista clavada en el cielorraso exclamó conmovida: "¡Gracias, Señor, gracias!", mientras los ojos se le inundaban de lágrimas. Dicen que luego se irguió y empezó a reír a carcajadas, que se trepó a los pupitres ante la mirada atónita de sus alumnos y que, empleando un acento griego impecable, cantó loas a Polimnia. Dicen que salió al pasillo dando arlequinescos brincos de alborozo. Dicen que cuando traspasó el portón de la escuela para perderse en el tráfago enloquecido de la mañana iba bailando tregua y catala.

Nunca más se volvió a saber de ella, aunque hay quienes juran haberla visto en Ezeiza intentando en vano abordar algún avión que la llevara hacia Macondo.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: ¿Qué ves cuando me ves?

martes, 2 de noviembre de 2010

13- Pedagogía II

Cómo inducir a un niño al hábito de la lectura
Abelardo Castillo supo decir en alguna entrevista -un poco en broma, un poco en serio, estimo- que el mejor método para despertar en los niños el interés por la lectura es el siguiente: tomar todos los libros que uno quiere que el niño lea, colocarlos en el estante superior de la biblioteca, lejos de su alcance, y decirle en tono amenazante que por nada del mundo se le vaya a ocurrir leer esos libros que están ahí arriba. Bastará esa sola prohibición para que el chico empiece a tramar cómo acceder a ellos y leerlos sin ser descubierto.

Mal que me pese, creo que Abelardo Castillo estaba pensando en niños de otras épocas al detallar su método. No sé si este recurso sería efectivo en nuestros días. En primer lugar, porque se me hace que, ante el comentario, miles de chicos reaccionarían con alivio. "Menos mal que no tengo que leer todos esos libracos", dirían, y seguirían enfrascados frente a la PC, chateando con sus amigos o jugando al Counter Strike. En segundo lugar, porque ¿en cuántas casas es dable encontrar hoy una biblioteca?

Dicen que "la letra con sangre entra". Aceptemos -sólo a regañadientes- que pueda ser cierto. Lo que sin duda no entra con sangre es el amor por la letra. De nada sirve, por lo tanto, apelar a simpáticas fórmulas de persuasión, del estilo "nene, leé porque si no te reviento". Hay que ser creativos, pacientes y -sobre todo- muy sutiles. Sabido es que, por lo general, basta con que los padres aconsejen algo para que el niño, en defensa de su autodeterminación, decida hacer exactamente lo contrario, no vaya a ocurrir que, por ventura, algún desprevenido (los padres, por ejemplo) pudiera concluir erróneamente que a él se le puede decir lo que tiene que hacer.

A los 9 años, Ariel leía con fluidez y, acostumbrado a estar rodeado de adultos, tenía además un vocabulario bastante más extendido que el de la mayoría de sus amiguitos (sustentado, en parte, en nuestros épicos torneos de insultos). Le encantaban las historietas pero, eso sí, manifestaba una potente fobia hacia enciclopedias, atlas y libros con textos que excedieran las dos páginas de extensión o que no tuvieran dibujitos.

Situado a años luz de esa negación inicial, Ariel es hoy un lector empedernido que no puede conciliar el sueño si previamente no desliza ante sus ojos al menos unas páginas de algún libro.
¿Cómo se produjo esta metamorfosis, qué proceso operó para que tuviera lugar este cambio tan radical? Podría aquí aprovechar la oportunidad para arrogarme los méritos de tan valioso logro y encima venderles la receta mágica, pero mi ética me lo impide. Si he de ser sincero, luego de una intensa actividad reflexiva, frente a esa pregunta sólo puedo arribar a una sesuda respuesta: ¡qué se yo!
Y es que se pueden ensayar diversas hipótesis al respecto, pero mucho me temo que ninguna de ellas basta por sí sola para explicar el actual fervor de Ariel por la lectura. Veamos algunas de ellas:

a) En su casa siempre hubo libros: Obviamente, eso ayuda, pero no es más que un condicionamiento favorable, ni excluyente ni decisivo. Es cierto, los niños que no tienen trato corriente con los libros suelen adoptar frente a ellos -cuando no les queda otro remedio que enfrentarlos- la misma actitud de perplejidad que sus abuelos manifiestan frente a un reproductor de mp3 (y convengamos que el hecho de que los abuelos no sepan cómo encender el reproductor resulta menos patético que ver a un chico revisando una novela para ver por dónde hay que enchufarla). Pero también es cierto que muchas personas no han tenido la posibilidad de contar en su hogar con una nutrida biblioteca y, sin embargo, aman los libros. Por otro lado, conozco también padres frustrados porque sus hijos no quisieron sacarle provecho al invalorable tesoro que tenían al alcance de la mano. Y también sé de personas que colocan libros en los estantes sólo porque hacen juego con la decoración del living, pero esa es otra historia.

b) Siempre nos vio interesados en los libros: Está claro que ninguna recomendación o consejo llegarán a buen puerto si quien los suministra no es el primero en ponerlos en práctica. ¿De qué sirve pedirle a un chico que lea si uno con sus actos manifiesta hacia los libros una postura indiferente, cuando no de rechazo casi supersticioso? En tal sentido, Ariel tuvo siempre muy clara la estrecha relación afectiva que ejercemos Marcela y yo con los libros. No sólo nos veía leer con frecuencia, sino que además asistía como espectador -privilegiado aunque seguramente algo aburrido- a nuestros animados debates sobre literatura y el arte en general. Pienso que ha sido muy saludable para él haber crecido en un ambiente donde hablar de esos temas formaba parte de lo cotidiano, aunque habrá que reconocer que, en nuestro afán de incorporarlo al apasionante mundo de la cultura, quizás incurrimos en algunos excesos, como el día en que, jugando al Martín Pescador le planteamos como opción "¿Boedo o Florida?" y Ariel se fue a su habitación llorando, mientras nos acusaba a grito pelado de ser unos deconstructivistas desconsiderados.

c) Varios de mis amigos más cercanos son escritores: Es cierto, Ariel se acostumbró a tener trato doméstico con gente de letras y eso le permitió comprender que -a diferencia de lo que establece el generalizado preconcepto que tiene la gente sobre los poetas y novelistas- los escritores no sólo no están todos muertos o viven lejos, sino que respìran como cualquier mortal, hacen cola para pagar los impuestos, estornudan, van a la cancha, cuentan chistes y toman cerveza. Pero tampoco este ángulo diferente de visión resulta explicación suficiente. Es más, teniendo en cuenta la estrafalaria personalidad que caracteriza a varios de mis amigos escritores, me animaría a conjeturar que Ariel se interesó por los libros a pesar de ellos.

d) Tanta insistencia dio sus frutos: Definitivamente, no ha sido ésta la razón. Porque, más allá de alguna exhortación aislada por parte de Marcela -en realidad, más referida al estudio que al hábito de la lectura- o de mis comentarios elogiosos -convenientemente dosificados- acerca de los beneficios de tener un trato familiar con los libros, Ariel no recibió de nuestra parte ninguna incitación explícita a la lectura, ni a través de grandilocuentes discursos ("Hijo mío, los libros son los ladrillos con los que se edifica el palacio de la sabiduría"), ni a través de refinados sobornos ("Por cada cuento que leas, te vamos a comprar un alfajor de los que a vos te gustan"), ni a través de la manipulación psicológica, ya sea mediante el miedo ("A los niños que no leen, se los come el Cuco"), la culpa ("Los padres de los niños que no leen se enferman y se mueren jóvenes; vos no querrás cargar sobre tus espaldas con dos homicidios, ¿no?") o la mentira ("¿Sabías que está comprobado científicamente que hay una relación directa entre la ausencia de lectura y el crecimiento desmesurado de las orejas?"). Ignoro si se trató de exceso de confianza en el ejemplo o si fue una negligencia que salió bien, pero aunque suene extraño, jamás salió de mi boca la frase "Ariel, tenés que leer".

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: Pedagogía II (2da parte)

jueves, 28 de octubre de 2010

Padre, tutor o encargado (2da parte)

Por supuesto, no siempre -más bien diría que casi nunca- tuve la suerte de encontrarme con gente que tuviera esa lógica tan impregnada de practicidad. De manera que, desde los inicios mismos de mi actuación pública como padre de Ariel, debí resignarme a verme envuelto en una larga sucesión de equívocos que me tenían como invariable protagonista.

Tan previsibles se volvieron estos malentendidos, que llegó un punto en que, de antemano, yo podía armar en mi cabeza el futuro desarrollo de la escena, el esperable diálogo de locos que iba a tener lugar apenas abriera la boca.

Caso arquetípico:
(Club del barrio, reunión de padres, organizativa del viaje del equipo infantil de básquet).

-¿Usted cómo se llama?- me preguntaba el coordinador, y yo respondía.

-Pero en esta lista no hay ningún chico con ese apellido- me advertía,
inútilmente.

-Sí, ya lo sé- contestaba- lo que pasa es que...

-Ah, perdón, ¿entonces usted viene por otra cosa?

-No, no, yo vengo por el viaje. Lo que pasa es que...

-Mire que este viaje es solamente para la categoría '83.

-Mi hijo es de la categoría '83. Lo que pasa es que...

-A lo mejor estuvo faltando a los últimos entrenamientos.

-No, no faltó a ninguno. Lo que pasa es que...

-Discúlpeme, pero si su hijo no está incluido en la planilla, es porque, por alguna razón, no está en el plantel que viaja.

-Mi hijo está dentro del plantel que viaja. Lo que pasa es que...

-No puede ser; su hijo no está anotado en la planilla.

-Sí, está anotado; usted lo nombró al principio de la reunión, cuando leyó la lista de los chicos que viajaban.

-Pero si le he dicho que en esta lista no hay ningún chico con ese apellido.

-Es que mi hijo no lleva mi apellido.

-Ah, disculpe, ahora entiendo: no lo tiene reconocido.

-No, no es eso. Lo que pasa es que lleva el apellido del padre.

-Oiga, ¿usted me está cargando? ¿No me dijo que el padre era usted?

-Sí, soy el padre, pero no el padre biológico. Lo que pasa es que...

-Ah, usted es el padre adoptivo.

-Eh, bueno, en cierta forma, sí. Lo que pasa es que...

-¿Cómo en cierta forma? ¿Es o no es?

-No, legalmente no. Lo que pasa es que...

-Mire, señor, yo no tengo toda la tarde. Si usted no es el padre biológico ni el padre adoptivo, ¿qué es?

-Soy el novio de la madre.

-¿El novio de la madre? ¿Y qué hace acá, entonces?

-¿Cómo que qué hago acá? Vengo a enterarme de los detalles del viaje.

-¡Pero si usted no es el padre!

-¿Y eso qué tiene que ver?

-¿Cómo que qué tiene que ver? ¡Esto es una reunión de padres!

-Ya sé, justamente por eso vine. Lo que pasa es que...

-Aaaaah, claro, je je. Hay que hacer buena letra con la madre, ¿eh?

-No, ma' qué buena letra, hombre. Lo que pasa es que...

-Y bueno, maestro, si usted no tiene problema...

-¿Problema en qué?

-Digo, en hacerse cargo del chico. A mí, mi viejo siempre me decía: "vos salí con todas las minas que quieras, pero ni loco te vayas a meter con una separada con hijos..."

(telón)


A la situación descripta se la podría rotular como "Identidad dudosa: ¿quién es este tipo?". Pero había también otra variante de enredos, tal vez no tan frecuente pero igualmente ridícula, que bien podría denominarse "Identidad robada: este tipo no es quien parece ser". Y es que más de una vez me topé con interlocutores que, sabedores de que yo era "el padre de Ariel", me llamaban por su apellido. ¿Hace falta explicar lo enojoso que resulta el hecho de que el resto del mundo le ande endilgando alegremente a uno el apellido del ex de su novia?

Si bien por lo general solía tomarme estas situaciones con humor, a veces resultaba verdaderamente cansador andar dando tantas explicaciones, así que para disminuir -ya que era imposible evitarlas- este tipo de enloquecedoras complicaciones, terminé adoptando un latiguillo que aplicaba cada vez que, en cumplimiento de la encargatria-potestad, me tocaba representar a Ariel: "Mi hijo; bah, en realidad no es mi hijo, es hijo de mi pareja con su ex-marido, pero para mí es como si fuera mi hijo, ¿me entiende?".

Debo confesar, no obstante, que el procedimiento preventivo no fue infalible. Todavía conservo como souvenir algunas facturas comerciales extendidas a favor de una persona inexistente, una especie de Frankenstein mercantil-contable armado con mi nombre de pila y el apellido de Ariel.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: Pedagogía II

martes, 26 de octubre de 2010

12- Padre, tutor o encargado

La semana anterior al comienzo del año escolar, Ariel me formuló un pedido muy significativo: quería que fuera yo quien lo llevara a la escuela el primer día de clases.

Por supuesto, acepté con sumo gusto. De modo que un lunes de marzo debuté en estas lides, embargado por dos sensaciones contrapuestas: por un lado, el orgullo de haber sido elegido para esa misión; por el otro, la culpa de dejarlo abandonado a su suerte en las garras de la educación sistemática. (En honor a la verdad, habrá que señalar que no lo acompañé hasta la puerta misma de la escuela, sino sólo hasta la esquina. Tal como se encargó de explicarme el propio Ariel, poniendo límites precisos a mi actuación, no era cuestión de que sus compañeros pensaran que en su casa lo trataban como a un nenito al que todavía no lo dejaban ir solo).

Pero Ariel no se conformó con el simbólico gesto de mi acompañamiento inicial. Dos días después se encargó de notificarme entusiasmado que quería que yo registrara mi firma en el cuaderno de comunicaciones como "padre, tutor o encargado". Gratamente sorprendido pero también con algunas reservas, miré a Marcela en busca de asesoramiento. Marcela alzó sus hombros y, con su mejor sonrisa, puso una inefable cara de "ah, no sé, vos generaste esto; ahora hacete cargo y arreglalo". Como legalista empedernido que soy, pensé de inmediato en las posibles complicaciones que podría traer aparejadas el hecho de inmiscuirme en asuntos en los cuales, para la fría letra de la ley, yo no tenía arte ni parte. Pero también pensé que contestar, lisa y llanamente, "no, Ariel, no puedo hacerlo porque no soy tu padre", además del evidente aroma a telenovela mexicana que hubiese destilado semejante frase, era una actitud muy inadecuada para infligírsela a un chico de casi nueve años que, justamente, estaba clamando por tener un papá de uso doméstico y cotidiano. Así que, para salir del paso, opté por una respuesta ambigua con la cual ni quedé (del todo) comprometido, ni decepcioné (del todo) a Ariel. Le dije que, si en la escuela no hacían problema, aceptaría encantado.

Esa noche, sin embargo, luego de analizar la situación con Marcela, decidimos dar curso al pedido de Ariel sin consultarlo con la escuela. Al fin y al cabo, sólo se trataba de acusar recibo de las notas que mandaba la maestra, no de autorizar al chico a enrolarse en la Legión Extranjera. Además, coincidimos en que para Ariel sería muy importante que. al menos en ciertos aspectos, mi relación con él quedara debidamente documentada en algún ámbito "oficial" .

De manera que, a la mañana siguiente, mientras desayunábamos, Marcela le comunicó a Ariel la decisión tomada y, en una sencilla pero emotiva ceremonia, llevé a cabo el ritual de escribir mis datos y registrar mi firma en el dichoso cuaderno. Mientras lo hacía, caí en la cuenta de que, después de tantos devaneos semánticos para definir mi rol, estaba transformándome en el "encargado" de Ariel. Lo cual tampoco me convencía para nada, ya que, quizás por haber vivido en edificios de departamentos, la palabra "encargado" me remite automáticamente a pensar en un señor de mameluco azul con un escobillón en la mano.

Contra lo que mi exacerbada imaginación neurótica pudo haber supuesto, ninguna autoridad del Ministerio de Educación me demandó por uso indebido de firma, ni la Dirección de Minoridad y Familia me mandó a buscar con la fuerza pública para hacerme arrestar por ejercicio ilegal de la patria potestad. Es más, ni siquiera me citó la directora de la escuela para ponerme amonestaciones, ni para hacerme escribir cien veces "no debo firmar el cuaderno de un niño si ese niño no es mi hijo".

El único episodio digno de mención que generó mi firma, según nos contó Ariel, fue que, apenas llegó el cuaderno a manos de su flamante maestra, ésta le preguntó por qué el apellido del firmante no coincidía con el suyo, a lo que Ariel, haciendo alarde de una lógica contundente e incontrastable, contestó:

-Es que yo tengo dos papás; uno biológico, y otro que me ayuda con la tarea.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: Padre, tutor o encargado (2da parte)

jueves, 21 de octubre de 2010

El viajar es un placer (2da parte)

Durante nuestra semana de estadía en el lugar caminamos, comimos, paseamos, comimos, fuimos a la playa, comimos, respiramos aire serrano, comimos, hicimos excursiones, comimos, sacamos muchas fotos, comimos, miramos artesanías, comimos, descansamos y comimos. En los ratos libres, comíamos.

Ariel estaba encantado. Era la primera vez que tenía a un adulto de sexo masculino disponible tiempo completo para que lo acompañara en sus juegos y andanzas. Ya sé, no es que uno no pueda pasarla bien con su madre, pero entiéndase el concepto: ¿qué heroico sentimiento de orgullo puede generar en un niño la eventualidad de aplastar por 7 a 0 a su mamá en un partido de metegol? De modo que Ariel se las ingenió para exprimirme al máximo: corrimos carreras, nadamos, jugamos a la pelota, al tejo, al pool, y hasta se dio el gusto de cometer parricidio virtual asesinándome 493 veces en el Street Fighter. Las circunstancias impidieron, eso sí, que lleváramos adelante nuestras clásicas guerras de chancletas. Primero, porque no podíamos correr el riesgo de romper los muebles de la habitación en el fragor de la lucha. Segundo y principal, piénsese qué deleznable imagen podrían haber tenido de mí los otros huéspedes de la hostería si hubiesen escuchado a Ariel exclamando con su habitual histrionismo "maldito, no me pegues más con tu sucia chinela".

De todos modos, en nuestros juegos acuáticos encontré un sustituto ideal de nuestras guerras chancletísticas. Todo ocurrió de manera casual: estábamos en el río y Ariel intentaba treparse a mi cabeza (todo indica que con la nada sutil intención de colocarla por debajo de la línea de flotación). Llevando a cabo ingentes esfuerzos por quitármelo de encima, lo hice caer al agua de espaldas. Entonces aproveché su momentánea indefensión, lo alcé en mis brazos como si fuera a acunarlo (más ajustado a mi sentir del momento sería decir "como si fuera a sacrificarlo en un altar maya") y, después de varios amagues, lo revoleé lo más lejos posible. Cayó como si fuera una bolsa de papas, levantando una considerable ola a su alrededor. Sé que puede sonar exagerado, pero fue algo realmente fantástico, casi una epifanía. Ariel emergió de las aguas chocho de la vida y vino hacia mí en busca de un nuevo vuelo rasante. Yo reiteré la maniobra y comprobé (comprobamos) que la flamante disciplina deportiva -"el lanzamiento de Ariel"- constituía una diversión maravillosa para ambas partes. Es más, ni siquiera debía preocuparme por controlar mis fuerzas como en las luchas y en las guerras de chancletas. Al contrario, mientras más lejos caía Ariel en el río, más felices éramos los dos.

La semana se nos esfumó tan rápidamente como el dinero que habíamos llevado. Después de habernos extasiado con los espléndidos paisajes del lugar, después de haber permanecido felizmente aislados de las noticias del mundo y lejos de la rutina, después de haber sufrido hasta el desgarramiento con los ¿cantantes? y grupos ¿musicales? que se atrevían desenfadadamente a poblar bares, pubs y restaurantes noche tras noche, después de siete días plenos de aquello que los existencialistas llamaban "la vida auténtica", el bolsillo dijo "Game Over" y debimos emprender la retirada.

Por supuesto, lejos estuvimos Marcela y yo de poder disfrutar de una auténtica luna de miel (en el sentido más ortodoxo que suele concederse a esa expresión).

Eso sí, la pasantía resultó todo un éxito.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: Padre, tutor o encargado

martes, 19 de octubre de 2010

11- El viajar es un placer

Convengamos que si empezar a construir una familia de a dos es, ya de por sí, una tarea ardua, mucho más problemático es empezar a construirla de a tres. Sobre todo, cuando los otros dos se conocen desde antes y son nada menos que madre e hijo. En estos casos, ya no se trata simplemente de edificar una pareja (¿simplemente? ¡Ja!), sino también de adaptar los perfiles de esa pareja a la existencia de un niño, y viceversa.

No obstante este condicionamiento inevitable, resultaba evidente que las cosas entre Marcela, Ariel y yo iban evolucionando bien. Tanto, que en poco tiempo mi condición de padre cama afuera experimentó una mutación considerable. Sucedió que, a fines de ese año, empecé a quedarme regularmente en casa de Marcela los sábados a la noche, lo cual nos permitía compartir los domingos casi como una auténtica familia: desayuno-parque-almuerzo-sobremesa-película en video-mate con facturas-tarea para el lunes-juegos de mesa-depresión del anochecer-cena.

Así planteadas las cosas, me pareció atinado proponerle a Marcela que ese verano nos fuéramos los tres juntos de vacaciones. La verdad es que si hubiese querido provocar un golpe de efecto, no me habría salido mejor: Marcela quedó sumamente complacida de que ni siquiera se me hubiera pasado por la cabeza la posibilidad de excluir a su hijo del viaje, y aceptó mi propuesta con entusiasmo. "Va a ser como un viaje de bodas sin boda", me dijo. "Y sin luna de miel", agregué, melancólico, imaginando no sin cierta desazón la constante presencia del dulce Ariel junto a nuestro lecho nupcial.

En aquel momento no se lo dije a Marcela pero, a decir verdad, más que como un viaje de bodas, yo veía a nuestro inminente concubinato acelerado de verano como un ensayo de vida matrimonial. Una especie de pasantía conyugal.

Luego de evaluar y descartar distintas alternativas -la Costa Azul porque allá estaban en invierno, la Polinesia porque quedaba muy lejos, las Islas Caimán porque detesto a los reptiles, las Islas Vírgenes porque a esta altura ya nadie les cree- terminamos decidiéndonos por pasar una semanita de lo más gasolera en las sierras de Córdoba.

Partimos a la medianoche de un tórrido domingo de enero. El colectivo era muy confortable y ya el aire de parajes lejanos que fluía en su interior invitaba a soñar. Tanto, que no nos atrevimos a rechazar la invitación, y de las cinco horas que duró el viaje dormimos aproximadamente cuatro horas con cincuenta y ocho minutos. Una vez en la Docta, desayunamos y, luego de unas horas de espera, nos embarcamos (¿no sería más apropiado decir que nos encolectivamos o que nos enomnibusamos?) rumbo a la localidad de Capilla del Monte.

No fue fácil obtener alojamiento. Luego de mucho deambular, conseguimos lo que al parecer era la última habitación triple disponible en todo el Valle de Punilla. Fue en una hostería llamada "El Rancho Grande", donde a pesar de lo que pueda suponerse a juzgar por su nombre, no había ninguna rancherita que alegre me dijera cómo me iba a hacer los calzones. Lo que había, en cambio, era un señor grandote y de bigotes parecido a Pancho Villa con el cual no me pareció apropiado discutir el tema de la confección de mis prendas íntimas.

Completé la ficha de registración colocando mis datos personales en el rubro "Solicitante", los de Marcela en "Acompañante 1" y los de Ariel en "Acompañante 2". Como en "Acompañante 1" y "Acompañante 2" se me pedía que aclarara "Relación con el solicitante" no lo dudé ni un segundo y escribí "esposa" e "hijo". Me provocó un placer inmenso hacerlo, no tanto porque mentir tenía algo de juego transgresor, de travesura, sino porque sentía que, más que una mentira, aquello era una verdad levemente maquillada. ¿Qué mal podía encerrar entonces el hecho de que el apellido de "Acompañante 2" no coincidiera con el de "Solicitante"?
Nos concedieron una habitación que contaba con dos camas, una matrimonial y otra de una plaza. La insalvable cercanía de ambas me hizo pensar que mi pronóstico respecto de la luna de miel había sido acertado: las circunstancias sugerían que en esa habitación iba a haber menos sexo que en "Ico, el caballito valiente". Más que luna de miel, todo auguraba un eclipse de luna de miel. Sólo quedaba el consuelo de aspirar a que se tratara de un eclipse parcial.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: "El viajar es un placer" (2da parte)

jueves, 14 de octubre de 2010

De la cigüeña al Kama-Sutra (2da parte)

El primer acercamiento al tema, sin embargo, (y mi primera prueba de fuego) se resolvió sin necesidad de explicación alguna. Todo empezó cuando, a partir de ciertos gestos y comentarios, descubrí en Ariel una curiosidad recurrente -aunque nunca del todo explícita- por saber qué escondía yo debajo de mis calzoncillos. Cualquiera sabe que esa curiosidad constituye una etapa necesaria dentro del proceso evolutivo de todo niño. Eso no impidió que yo me pasara toda una semana evaluando con neurótica preocupación cuál sería la forma más adecuada de satisfacer su interés. Esto quiere decir: me pasé toda una semana evaluando cómo ser simple sin ser simplista, cómo ser directo sin ser grosero y cómo actuar con naturalidad careciendo de ella. La solución, por supuesto, terminó siendo mucho más sencilla de lo previsto y fue producto de un rapto de inspiración. Una mañana, en casa de Marcela, entré al baño y, un segundo después, Ariel golpeó la puerta diciéndome que necesitaba imperiosamente su peine. Fue entonces cuando la brillante idea cruzó mi mente como una revelación luminosa: en vez de alcanzárselo o de decirle que esperara un minuto, le dije "bueno, pasá". Entonces Ariel se metió en el baño mientras yo orinaba, satisfizo su curiosidad viendo lo que tenía que ver ("¿y esto era todo?", habrá pensado, pobre), tomó su peine y se fue. El transcurso de los días siguientes me permitió comprobar que no me había equivocado, ni en mi percepción de los hechos, ni en la resolución elegida: a partir del episodio del baño, el interés de Ariel por el secreto oculto en mi entrepierna se desvaneció por completo. Mi amiga Lorena nunca se enteró de este episodio, pero yo supuse que habría estado orgullosa de mi actitud.

Envalentonado por el éxito obtenido, me sentí mejor dispuesto para afrontar lo que viniera. Hubo un par de situaciones propicias en que pensé que el momento había al fin llegado. Primero fue un comentario de Ariel sobre la noticia de una alumna a la que habían expulsado de un colegio por haber quedado embarazada; días más tarde. un chiste de los llamados "verdes" que le había contado un compañero de la escuela. Pero la cosa no pasó a mayores, puesto que, en ambos casos, Ariel se desinteresó del tema de inmediato.

Un domingo a la tarde volvíamos de jugar a la pelota en el parque. Veníamos charlando de vaya a saber qué cosa, cuando pasamos frente a una pared desde la cual un enorme y colorido afiche publicitario captaba la atención hasta del transeúnte más distraído. Ariel lo miró sin mayor detenimiento y, con una frescura rayana en la alevosía, me descerrajó a quemarropa una frase inmortal:

-Mirá, esa es la marca de preservativos que usás vos.

Tratando de asimilar el imprevisto cross a la mandíbula, puse mi mejor cara de póker y me limité a asentir con un flemático "ajá", digno del Príncipe Carlos (y bueno, ya que carecía de la naturalidad que reclamaba Lorena, al menos tenía que disimular su falta). Después, reprimiendo toda manifestación externa del terror inconmensurable que me generaba la posible respuesta, le pregunté, casi como al descuido: "¿Y vos cómo sabés?". Ariel me miró con suprema indulgencia y explicó: "¿vos te creés que yo no sé dónde guardan ustedes las cajitas?".

Desde entonces, debí acostumbrarme al hecho de que Ariel me formulara, sobre el tema del sexo, las preguntas más incisivas que uno se pueda esperar de parte de un niño. Y como -por convicción filosófica, no por carácter- siempre me mostré dispuesto a contestar sus inquietudes frontalmente y sin escandalizarme, la sexualidad jamás fue para él un tema difícil de tratar, ni conmigo ni con su madre (con la que, por suerte, compartíamos esta filosofía docente; caso contrario, quizás me hubiese denunciado por corrupción "intelectual" de menores a la primera de cambio).

Con la tranquilidad de saber que no existía censura alguna, Ariel fue perfeccionando la hondura de sus requerimientos. A tal punto, que, en cuestión de años, nuestras charlas sobre sexo llegarían a ser casi una versión oral del Kama-Sutra. Prescindiendo de toda falsa modestia, debo decir que el hecho de que un individuo tan vergonzoso como yo haya contribuido a hacer de Ariel una persona tan desinhibida respecto de los temas del cuerpo, es uno de los mejores legados que he podido dejarle.

"Lo bueno de hablar con vos", me diría años más tarde, cuando ya estaba
en la secundaria, "es que uno te puede preguntar cualquier cosa, que total vos no te enojás". Jamás podré olvidar, claro, el preciso momento que precedió a ese comentario tan halagador: acabábamos de entrar a un kiosco para comprar una gaseosa y el muy caradura no tuvo mejor idea que continuar la conversación que veníamos trayendo haciéndome una de las preguntas más inoportunas que me hayan formulado en toda mi vida: "Pero, al final, ¿qué da más placer: el sexo oral o el sexo anal?".

Sentí que mil dagas incandescentes me atravesaban de lado a lado, pero me mantuve impertérrito como una esfinge y guardé silencio. Sin emitir ni una mísera interjección, pagué la gaseosa y salimos del local como si nada singular hubiese sucedido.

Eso sí, la mirada de espanto que me infligió la dueña del kiosco mientras me entregaba la botella suele perseguirme aún hoy, en algunas de mis peores pesadillas.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: El viajar es un placer

martes, 12 de octubre de 2010

10- De la cigüeña al Kama-Sutra

Mi amiga Lorena es actriz y, por lo tanto, dueña de una excelente relación con su cuerpo. Para mi gran asombro, una de las primeras cosas que hizo cuando supo que la mujer con la que había empezado a salir tenía un hijo, fue preguntarme si yo me sentía preparado para afrontar la educación sexual de un chico.

-No es que desconfíe de tus cualidades intelectuales- se atajó, seguramente para defenderse de la extrañeza de mi mirada. -No desconfío ni de tu amplitud sobre el tema, ni de tu capacidad para transmitir información, ni de tu claridad conceptual.

De inmediato, reconocí en esa enumeración de virtudes uno de esos complacientes artilugios retóricos que las personas suelen utilizar como prólogo a una enumeración análoga, pero de defectos.

-¿Y entonces?- pregunté temeroso.

-Justamente, ahí esta la cuestión. Que todo lo que acabo de rescatar de vos son cualidades intelectuales, y me parece genial que las tengas. Pero el sexo no es algo intelectual; no alcanza con explicar conceptos, ni con brindar un marco ético, ni con suministrarle al chico una ideología sexual sin rigideces.

-¿Ah, no?- pregunté, sin atreverme a reconocer frente a ella: 1) que siempre había pensado que sí alcanzaba; 2) que no sólo siempre había pensado que alcanzaba, sino que además siempre había pensado que era lo ideal; 3) que no sólo siempre había pensado que alcanzaba y que era lo ideal, sino que además hasta sentía latir dentro de mí cierto orgullo anticipado al imaginarme actuando de ese modo cuando la situación lo exigiese.

-No, no alcanza- prosiguió Lorena, barriendo de un plumazo mi orgullo preadquirido. -El sexo es, antes que nada, algo que tiene que ver con el cuerpo. Y vos, como todo intelectual, tenés una pésima relación con tu cuerpo.

Si bien aún no lograba captar cabalmente hacia dónde apuntaba mi amiga, resultaba imposible refutarla. Mis escasas habilidades para el deporte, mi hilarante ineptitud para la danza y lo descangallado de mi andar son notorios hasta para el menos perceptivo de los mortales. Si Lorena estaba en lo cierto y la eficaz educación sexual de un niño dependía de la buena relación que el padre tuviese con su propio cuerpo, entonces conmigo Ariel estaba frito: el chico me iba a salir hermafrodita, sadomasoquista, o fetichista de los bonsai.

-Lo que quiero decir- culminó mi amiga- es que no me gustaría que tu hijo creciera tomando al sexo como una entelequia, una construcción mental. Tenés que educarlo de forma tal que pueda vivirlo con naturalidad. Enseñarle con el cuerpo, por así decirlo. ¿Vas a poder hacer eso?

Más por amor propio que por auténtica convicción, respondí afirmativamente, enfáticamente, terminantemente, indubitablemente. Casi diría que con tono de ofendido. Pero lo cierto es que la aparente seguridad que emanaba de mi respuesta tenía frágiles pies de barro.

Por suerte, cuando mi vida se cruzó con la de Ariel, él ya sabía perfectamente, de boca de su madre, que lo de la cigüeña era un mito inconsistente y estaba en conocimiento, al menos en su versión básica, de la historia de la semillita de papá en la panza de mamá. Ya era algo, y que no les parezca poco. Pero, para qué negarlo, las palabras de mi amiga habían asestado un duro golpe a mis presuntas certezas sobre la cuestión (sobre mi capacidad docente, digo; no sobre la veracidad de la historia de la semillita). Implacable como un misil teledirigido, su insidiosa preguntita final -"¿vas a poder hacer eso?"- me perseguía para sacudirme cada vez que yo intuía cercano el momento de tener con Ariel una charla esclarecedora sobre el tema. O sea, cuando se hiciera necesario explicar con lujo de detalles en qué circunstancias era que llegaba la semillita de papá a la panza de mamá. Y eso sin contar, claro, un subtema de importancia no menor, a saber: cómo hacer para que la semillita de papá no llegue a la panza de mamá.

Yo estimaba que dicho momento no podía demorarse demasiado, sobre todo teniendo en cuenta las toneladas de alusiones sexuales que la televisión vertía en la cabecita de Ariel, aun en el megaviolado "horario de protección al menor". Debo confesar que el tenor de lo que se veía habitualmente en la pantalla me intimidaba bastante. No era para menos: recordaba las palabras de Lorena y pensaba: ¿cómo diablos iba yo a dar explicaciones "con el cuerpo" si a Ariel se le daba por preguntar, por ejemplo, acerca de los travestis?

Aún tengo fresco el recuerdo de una tarde en que estábamos juntos viendo las Tortugas Ninja (y bueno, la paternidad es un sacerdocio...). En medio de una tanda publicitaria, pasaron la propaganda de la película prevista para las 10 de la noche: "Nueve semanas y media". El anuncio incluía el nada sutil eslógan "la película más caliente de todos los tiempos", frase convenientemente disparada, claro, mientras se la veía a Kim Basinger iniciando su famoso strip-tease. Espié de reojo a Ariel para ver cómo reaccionaba. Lejos de descubrir en él una actitud de asombro, un atisbo de pudor mancillado, me topé con un comentario tan sereno como concluyente: "Qué buena que está esta mina, ¿no?".

En fin... pensar que, a su edad, las únicas mujeres sin ropa que yo había visto eran la Maja Desnuda de Goya y la Venus de Botticelli... (y encima, no eran mi tipo).

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: De la cigüeña al Kama-Sutra (2da parte)

jueves, 7 de octubre de 2010

De la chancleta como instrumento de catarsis (2da parte)

Nuestra guerra de chancletas era una práctica que llevábamos a cabo con bastante frecuencia, generalmente a la hora de la siesta. Todo comenzaba cuando nos trenzábamos en feroces luchas cuerpo a cuerpo, que tenían lugar sobre una cama, sobre un sofá o directamente sobre el suelo. Quien se escandalice pensando que había allí una enorme desproporción entre ambos contendientes está en lo cierto: la víctima de esa tremenda desigualdad era yo. Porque yo me limitaba a inmovilizar las extremidades de mi adversario para que no me pegara; en cambio Ariel utilizaba contra mí la más variada gama de tomas y golpes aprendidos en las películas de artes marciales que solía ver en la tele. (Oh, injusticias de la vida; lo que las madres en su enojo frente a este tipo de juegos suelen pasar por alto es que el adulto se obliga a regular su fuerza para no lastimar al niño... ¡pero el niño no! ¡El pequeñín golpea al padre como si estuviera en disputa el campeonato del mundo!).

Al cabo de unos minutos, mi cansado cuerpo pedía un respiro. Maltrecho y resollando, solicitaba una tregua que, por supuesto, Ariel se negaba invariablemente a concederme. Muy por el contrario, era justo en esos momentos cuando mi infatigable contrincante aprovechaba para intensificar sus ataques. No me quedaba otro remedio, entonces, que tomar una de mis contundentes chinelas (calzo 45) y asestarle un planazo en la cola para sacarme de encima a la garrapata golpeadora. Obvio es decirlo, mi adversario tomaba la otra chinela y así comenzaba un fragoroso duelo criollo, que habrá carecido tal vez de ese costado heroico que tanto admiraba Borges (sinceramente, no me imagino al "Hombre de la esquina rosada" empuñando con gesto fiero una ojota de gomaespuma), pero al que, sin lugar a dudas, no le faltaban emoción y vehemencia.

Dejo librada a los psicólogos la tarea de desentrañar si la guerra de chancletas le permitía a Ariel cumplir sólo esa instancia de medición de fuerzas de la que he hablado al principio de este capítulo, o si, teniendo en cuenta el desdoblamiento que había sufrido frente a él la figura paterna, el juego le suministraba además, como elemento complementario, la posibilidad de descargar su hostilidad acumulada, fuera ésta contra mí, contra el padre lejano, o contra la vida en general. La verdad, no importa demasiado determinar cuál era el auténtico destinatario de sus golpes: a los efectos prácticos, puedo asegurar que yo cobraba por todos juntos.

En lo que a mí respecta, esos arduos combates eran una excelente
terapia para liberar tensiones, mucho más económica y divertida que ir a un gimnasio. Es más, a veces pienso que nuestro planeta sería un sitio mucho más saludable si todos canalizáramos nuestras tendencias agresivas batiéndonos a duelo de chancletas con cierta asiduidad.

Creo que la última vez que tuvimos una guerra, Ariel tenía ya 12 años. No es que nos hayamos planteado explícitamente que ésa sería la última. Es más, tampoco guardo en mi memoria ningún detalle de ella que me permita diferenciarla de las anteriores. No sé, supongo que en algún momento habré sentido que los chancletazos de Ariel empezaban a dolerme en serio. O quizás Ariel comenzó a percibir que yo ya no era tan difícil de vencer.

Después de todo, en esa competencia de la que he venido hablando, no hay para el hijo varón momento de mayor vértigo que aquél en que comprueba que, efectivamente, se ha vuelto más fuerte, más alto, más hábil, más veloz que su padre.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: De la cigüeña al Kama-Sutra

martes, 5 de octubre de 2010

9- De la chancleta como instrumento de catarsis

Es común que las madres se alarmen ante el tenor agresivo de determinados juegos compartidos por los padres y sus hijos varones. Los consideran exagerada e innecesariamente violentos y, por supuesto, dan por sentado que el irresponsable que genera esos excesos es el grandulón del padre, que parece no comprender que la brusquedad de estas acciones pone en riesgo la integridad física del chico.

Lo que el celo materno suele obviar en estos casos es que tales actividades son instancias importantísimas, decisivas en el crecimiento de todo varón.

Aclaremos bien este punto, no sea cosa que me cataloguen de cavernícola. No estoy adoptando ninguna postura machista, ni nada que se le parezca. A esta altura, metidos de lleno en pleno siglo XXI, creo que ninguna persona que se precie de lúcida puede afirmar con fundamentos válidos que un hombre es menos hombre por demostrarle ternura a su hijo. ¿Quién puede, hoy por hoy, sostener razonablemente que las manifestaciones directas de afecto son tarea exclusiva de las madres? A lo que me refiero es a que, aún en nuestros días, para el hijo varón el padre continúa siendo, en una serie de aspectos, el referente natural a imitar y superar (¿resabios ancestrales arrastrados desde la tribu?). El hijo varón se esfuerza por ser más alto, más fuerte, más hábil, más veloz que su padre. Y en esa carrera hacia la superación de aquel a quien imita, se hace necesario para el niño (está bien, señoras, lo acepto: para algunos padres inmaduros también) ir confrontando, ir midiendo fuerzas para saber en qué punto del camino se halla. Así es como, paralelamente al compañerismo que pueda desarrollarse entre padre e hijo, se genera también entre ambos una especie de competencia de la que las madres quedan excluidas.

Esta competencia puede adoptar formas diversas, desde las más inocentes e indirectas (correr carreras, ver quién tira más lejos una piedra) hasta otras más violentas y directas (pulseadas, boxeo, lucha grecorromana, sumo, kick-boxing o esgrima con florete).

Todo este largo introito viene a cuento para explicar que, como es de imaginar, mi relación con Ariel no estuvo exenta de este tipo de juegos.

No soy precisamente lo que se dice un deportista nato. (La naturaleza me ha bendecido con el cuerpo de un Adonis pero mis músculos son sumamente introvertidos). Mi apariencia, por lo tanto, está más próxima a la de un aficionado al ajedrez que a la de un rugbier capaz de hercúleas proezas. Por ese motivo -o quizás por la inclaudicable cara de buenudo que siempre me ha acompañado en la vida- supongo que nadie que me vea podría considerarme un individuo difícil de superar en fuerza o habilidad física. De modo que, a fines de salvar mi honor de adulto en aquel torneo paterno-filial de virilidad, tuve que echar mano a dos recursos elementales: hacer valer la respetable diferencia de altura que me separaba de Ariel, y sacar provecho de esa inocente suposición que lleva a todo chico a creer que su padre es algo así como un superhéroe invencible (inocente suposición ésta que dura hasta que el niñito llega a la adolescencia y uno pasa, sin escalas, de ser Superman a ser considerado Homero Simpson).

Como todo padre e hijo, entonces, también Ariel y yo jugamos a ver quién pateaba más lejos la pelota y practicamos carreras y pulseadas. Pero nuestra competencia preferida era, sin lugar a dudas, la guerra de chancletas.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: De la chancleta como instrumento de catarsis (2da parte)

jueves, 30 de septiembre de 2010

Pedagogía I (2da parte)

Ariel no era la excepción a esta regla. Iba a segundo grado, tenía excelentes notas, y sin embargo preguntarle si "húmedo" se escribía con h o sin h era casi tan improductivo como pedirle que tradujera un texto del sánscrito al arameo. Obvio es decirlo, insistir en la necesidad de que aprendiera las reglas ortográficas chocaba con el sentido común: ¿cómo íbamos a ser tan desconsiderados de exigirle algo que la escuela no le exigía?

De modo que había que hacer un trabajo sumamente discreto, casi digno de un espía, para que Ariel no advirtiera la velada intencionalidad que encerraban ciertos actos. Y para ello, nada mejor que una competencia de insultos.

Yo solía bromear de vez en cuando con él utilizando una terminología un tanto estrambótica y hasta un poco arcaica. Por ejemplo, a un pedido suyo de dinero para comprar un chocolatín podía contestarle con un "a fuer de sinceros, mi querido párvulo, no entiendo a santo de qué viene esa compulsión tuya hacia los derivados industriales del cacao". A Ariel le causaba gracia y quería seguirme el juego, claro que para eso le faltaba vocabulario. Entonces yo espoleaba su amor propio y le decía "andá, a vos no te sale como a mí", lo cual lo exasperaba y lo conducía a retrucarme con alguna palabra que él consideraba agresiva. "No, no, así no sirve", sentenciaba yo. Entonces buscaba el diccionario, lo abría al azar, apoyaba mi dedo y le leía la palabra que había quedado justo sobre mi uña. "¿Sabés lo que pasa?, que vos sos un ... cerúleo", le decía y, acto seguido, leía en voz alta el significado del vocablo. Él me sacaba el diccionario de las manos (reléase lo que acabo de escribir) y reiteraba a su vez la operación: "Y vos, sos un ... nictálope". Yo retrucaba con "Vos tenés cara de ... protervo", y así hasta el agotamiento. Como se verá, el jueguito traía aparejada la inclusión de numerosas palabras nuevas en nuestro léxico y llevaba a Ariel a un trato amistoso con el diccionario que difícilmente le hubiese podido inculcar de otro modo.

Ni hablar, entonces, de la revolución que se produjo en su cabecita cuando una lluviosa tarde de domingo le demostré que una buena manera de matar el tiempo con un diccionario en la mano consistía en buscar en él todas las malas palabras habidas y por haber. A su decepción inicial por no encontrar algunas de las palabrotas más usuales, le siguió un entusiasmo arrollador al comprender de una vez y para siempre no sólo que había numerosísimas maneras de insultar a alguien, sino que además era posible hacerlo sin que el destinatario del insulto pudiera confirmar si efectivamente había sido insultado o no. El éxito de esta estrategia fue tan rotundo que esa noche debí interceder para que Marcela no se comiera crudo a Ariel cuando éste le dijo, muy suelto de cuerpo: "Mami, tu novio es un vástago de meretriz".

Desde esa vez, en más de una oportunidad lo escuché discutir con sus amigos apelando a descalificaciones tan terminantes como exóticas, del estilo "¡primogénito de hetaira!".

Por suerte para su integridad física, los otros no entendían cabalmente lo que les estaba diciendo.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: De la chancleta como instrumento de catarsis

martes, 28 de septiembre de 2010

8- Pedagogía I

Es probable que algunos lectores desprevenidos se hayan acercado a estas páginas en la creencia de que era éste un libro de autoayuda onda "Cómo sobrevivir al hijo de tu novia" o "Las siete reglas de la Sabiduría Zen para encarar a una separada con hijos". En ese caso, este capítulo resultará absolutamente inútil, pues es de suponer que hace rato que dichos lectores abandonaron decepcionados la lectura del mismo.

No obstante, a aquellos que todavía siguen allí, frente a esta frase, seguramente les serán de utilidad estos modestos consejitos pedagógicos extraídos de mi experiencia.

Cómo ejercitar a un niño en Matemáticas
Seguir de cerca las andanzas escolares de Ariel me permitió comprobar el alarmante descenso producido en el nivel de la educación argentina. Me resultaba increíble ver cómo Ariel transitaba victorioso la escuela primaria sin manejar ciertas nociones básicas cuyo desconocimiento, en mi época (es decir, sólo un par de décadas atrás) hubiera decretado lisa y llanamente, la obligación de repetir el año.

Por ejemplo, cuando yo iba a primer grado, el que al final del año no sabía sumar y restar a la perfección no podía pasar a segundo. Y cuando iba a segundo, el que al final del año no sabía las tablas de multiplicar a la perfección no pasaba a tercero. Pues bien, Ariel iba a segundo, tenía excelentes notas, y sin embargo preguntarle cuánto era 6 por 7 equivalía casi a pedirle que resolviera complejas ecuaciones algebraicas. Obvio es decirlo, insistir en la necesidad de que aprendiera las tablas chocaba con el sentido común: ¿cómo íbamos a ser tan desconsiderados de exigirle algo que la escuela no le exigía?

De modo que había que hacer un trabajo sumamente discreto, casi digno de un espía, para que Ariel no advirtiera la velada intencionalidad que encerraban ciertos actos. Y para ello, nada mejor que apelar al juego. Eso sí, con la debida prudencia, porque los juegos podrán servir para muchas cosas, pero antes que nada, son eso: juegos. Y tampoco es cuestión de confundir los tantos y caer en el fundamentalismo didáctico.

A Ariel le encantaban los juegos de mesa. Pues bien, el primer paso fue una etapa intensiva de escobas de 15. Como mi paciencia es amplia pero no infinita, para que los partidos no resultaran tan aburridos y previsibles, propuse hacerle algunas variaciones al juego y así fue como nació la escoba del 17. Luego llegó la del 19, la del 21, y así sucesivamente, hasta que terminamos una tarde jugando una delirante (y desesperante) escoba del 45. A los que desconfían de la eficacia de este método, sólo les digo una cosa: imagínense con tres cartas en la mano y veinte sobre la mesa calculando cómo hacer para que la suma de algunas de ellas dé exactamente 45, y después me cuentan.

A esa etapa. siguió otra de jugar exhaustivamente al "Estanciero". Semanas enteras manejando billetes de distinto valor, comprando provincias y monopolizando compañías contribuyeron a hacer de Ariel un individuo dotado de gran rapidez para sumar y restar. (Claro, el problema es que también contribuyeron a hacer de él un sujeto extremadamente hábil para entablar negociaciones abusivas con sus deudores, o sea su madre y yo). Sin darse cuenta de la intensiva ejercitación a la que él mismo se sometía con todo gusto, logró firmes avances en el dominio de la aritmética.
Ariel es hoy en día una persona con notable facilidad para realizar operaciones matemáticas mentales. También, claro, es un tipo que adora jugar a las cartas y detesta perder. Pero bueno, atendiendo a la eficacia de la estrategia desarrollada, creo que bien puede perdonársenos este efecto colateral.

Cómo ejercitar a un niño en el uso del diccionario
No nos engañemos: incluso hasta para muchos adultos, la palabra "diccionario" tiene temibles resonancias escolares, que lo transforman en un libro que se halla presente en casi todas las casas donde hay libros, pero que muy pocos se atreven a leer, temerosos quizás de que al tomarlo en sus manos surja del mismo alguna especie de bacteria mortal o monstruo de celulosa y tinta que acabe con sus vidas o, al menos, con su tranquilidad mental.

En tal sentido, creo que si a un chico se le dijera "Tomá toda la sopa o te hago leer el diccionario", el aterrorizado infante no lo dudaría un sólo segundo: se tragaría hasta el último sorbo del caldo más repugnante con tal de no verse envuelto en el temible tormento lexicográfico.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: Pedagogía I (2da parte)

jueves, 23 de septiembre de 2010

Día del Padre. ¿Y ahora qué hacemos? (2da parte)

He aquí la frustrante lista de posibles rótulos.

# Padrastro: Será muy clásico y tradicional, pero es sencillamente horrendo. Me hace acordar a la madrastra de Cenicienta. Y ya se sabe lo mala que era la madrastra de Cenicienta.

# Segundo padre: Obedece en principio a un criterio meramente cronológico y no a razones afectivas, lo cual puede llegar a generar equívocos. ¿Y si el chico termina queriendo más al segundo que al primero, por qué condenar al preferido al rol de "segundo"? Ademas, bien podría suceder que la madre del niño, no conforme con haber sobrevivido a la ruptura de dos parejas, se lanzara a concretar una tercera e incluso una cuarta, en cuyo caso parecería que el chico numera a sus sucesivos padres para no confundirlos entre sí. (Ej: "hoy es el cumpleaños de Papá 2, así que Papá 4 me llevó en auto hasta su casa. Cuando llegué, Papá 2 me dijo que Papá 3 había llamado para confirmar que a las 6 me iba a pasar a buscar para llevarme a la práctica de fútbol. Ojalá se quede a verme jugar, como hacia Papá 1 cuando vivía con nosotros ...").

# Neopadre: Horrible. Antes que nada, suena parecido a "neoprene", y "neoprene" me conduce inevitablemente a pensar en un traje de buzo. ¿Y cómo se puede tener respeto a un padre que llega del trabajo vistiendo patas de rana?

# Padre en el cariño: Terrible. Es quizás uno de los más acertados desde el punto de vista conceptual, pero suena como si uno se hubiese muerto.

# Padre en el corazón: Ídem al anterior. Y encima, bastante cursi.

# Cuasipadre: Término de resonancias leguleyas. Muy poco feliz; da la sensación de que uno está incompleto, como si le faltaran algunas aptitudes para llegar a merecer el título de padre. Es como si dijeran: "quiere ser padre y no lo es, pero algún valor le vamos a reconocer, pobre".

# Padre bis: Da idea de algo agregado a posteriori para enmendar una omisión. Además, por asociación de ideas, me lleva a pensar en el artículo 14 bis de la Constitución, y ya se sabe que no hay texto jurídico que provoque más carcajadas que el artículo 14 bis de la Constitución.

# Padroide: Deplorable. Suena a romboide y trapezoide. Da la idea de que uno tiene "forma" de padre pero que, por alguna razón, no llega a serlo. Suena a deformoide.

# Padre sustituto: De ninguna manera. Quedamos en que aquí no era cuestión de andar reemplazando a nadie, ¿o no?

# Padre postizo: Horrible. Lo postizo, así como se pone, se saca. ¿Se imaginan un padre temporariamente guardado en un vaso con agua como las dentaduras?

# Figura paterna subsidiaria emergente de la nueva relación afectiva encarada por la mujer después de una ruptura conyugal: La exactitud se lleva a las patadas con la practicidad. Andá a enseñarle a un chico a que aprenda a decir todo eso... No es razonable tener que darle clases de psicología a un niño sólo para que aprenda cómo tiene que llamar a ese señor que lo lleva a jugar al parque. Podría resumírselo en la fórmula "figura paterna subsidiaria", pero aún así sigue siendo incómodo. Habría que utilizar la sigla FPS, con lo cual podría ocurrir que el niño se confunda todavía más y piense que su madre se ha afiliado al Frente Popular Socialista, que se ha asociado a la Federación Provincial de Sóftbol, o que ha empezado a militar en la Fundación para la Preservación de las Sardinas.

# Padre putativo: Seamos francos, ¿quién podría culminar su paso por las aulas con la autoestima indemne estando condenado a decirle a sus compañeros "soy un hijo putativo"?

Ariel, por su parte, también hizo sus esfuerzos por encontrar el término adecuado para designarme.

En aquellos días, cuando íbamos al parque yo intentaba inculcarle algunas nociones futbolísticas. Nada del otro mundo: cómo pegarle a la pelota con chanfle, cómo cabecear de pique al suelo para complicar al arquero, cosas así. Pues bien, creer o reventar, Ariel halló en esas elementales disquisiciones teóricas de mi parte un excelente recurso para tratar de solucionar el problema de los rótulos: de ahí en adelante, yo sería su DT. Así se lo comunicó a su madre cuando volvimos esa tarde; y lo mismo hizo con sus amiguitos del barrio. Un auténtico logro de la típica practicidad infantil: que yo fuera su DT implicaba establecer entre ambos un sistema de jerarquías y reconocerme en el mismo un grado superior, un sitial desde el cual yo administraría consejos, dirección, premios y -quizás- castigos. Es decir, lo mismo que hace un padre.

Como invento para adaptarse a las circunstancias, era excelente. El problema era que esa practicidad que existía a nivel interno, se perdía en función del resto de la sociedad. Es fácil imaginar la cara de estupor que pondrían las madres de los amigos de Ariel cuando me presentara en sus casas y les dijera, "Qué tal, soy el Director Técnico de Ariel; vengo a buscarlo".

Quizás a causa de esa inconveniencia de orden social, lo del Director Técnico duró poco. Si bien nunca fui oficialmente despedido del cargo, tampoco volví a ser llamado para ejercerlo.

En reemplazo de este efímero rótulo, apareció una curiosa denominación de origen gastronómico. Ariel era (es) fanático de las papas fritas. Pues bien, una noche, mientras Marcela preparaba una abundante dotación de ellas (con sus correspondientes milanesas, claro está), Ariel se puso a repetir "papa frita, papa frita" en voz desusadamente alta y con una entonación algo extraña. Quizás influenciado por una película de terror que habíamos visto la noche anterior en la tele, primero pensé alarmado que estaba siendo víctima de una posesión diabólica (¿el espíritu de los tubérculos malignos?). Luego, al dirigir mis ojos hacia él, comprendí que, en realidad, me estaba hablando a mí. Sin embargo, contra lo que pudiera pensarse a primera vista, no me estaba agrediendo. Muy por el contrario, detrás de ese aparente ataque verbal, asomaba un gesto de cariño. La clave para descifrar el mensaje estaba en esa entonación extraña: si uno escuchaba con atención, era posible descubrir que, en realidad, lo que Ariel me estaba diciendo era: "papá...frita". Era un ensayo: estaba probando cómo sonaba decirme papá.

Lo de la papa frita se repitió un par de veces más y luego cayó rápidamente en desuso. Ariel volvió a llamarme por mi nombre como siempre, y sus preocupaciones al respecto parecieron desaparecer. Al menos, no volvió a exponerlas en público.

Un domingo Marcela me pidió que fuera al parque a buscarlo porque ya estaba oscureciendo. Me encaminé hacia el sitio donde los chicos de la cuadra solían armar sus picaditos, lo identifiqué en medio del enjambre de infantes que corría detrás de la pelota y le pegué el grito desde lejos. Fue entonces cuando escuché azorado cómo Ariel, al verme aparecer, les explicaba a sus compañeros de juego: "Uh, me tengo que ir; ahí viene mi viejo".

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martes, 21 de septiembre de 2010

7- Día del Padre. ¿Y ahora qué hacemos?

El primer gran conflicto que mi existencia originó en la vida de Ariel tuvo lugar a mediados de junio, más concretamente la semana previa al Día del Padre. Una noche llegué a casa de Marcela y ella me informó que ese mediodía Ariel había vuelto de la escuela de muy mal humor y se había negado a almorzar. Después de la pesquisa de rigor, se había largado a llorar para luego sí, explicar el porqué de su angustia: la maestra había pedido esa mañana a sus alumnos que prepararan los consabidos regalitos para sus respectivos papás. ¡Pobre Ariel! Como si fuera poco problema tener a su padre lejos, su confundida cabecita había quedado atrapada, además, por un asunto de compleja resolución: determinar si tenía que regalarme algo a mí también.

Preocupada por el episodio, Marcela decidió ir a la escuela el día siguiente para hablar con la maestra. Ésta, al enterarse de lo ocurrido, la tranquilizó diciéndole que no había sido el único caso. Acto seguido, procedió a enumerarle un curioso inventario. En efecto, sobre un total de veinticinco niños y niñas que ella tenía a su cargo, diecisiete tenían a sus padres divorciados o separados. De esos diecisiete, había nueve que convivían con la nueva pareja de su madre, (tres de ellos, inclusive, con al menos un hermanito nacido de esta nueva relación) y seis que, cuando les tocaba estar con su padre según el régimen de visitas implementado, se encontraban con la nueva pareja de éste. Además, había dos que hacía meses que no veían a su papá, uno cuyo padre ni siquiera le pasaba alimentos, y otro que vivía con los abuelos maternos. Y de los ocho cuyas familias estaban regularmente constituidas por sus padres biológicos, dos habían manifestado ante la psicopedagoga que se sentían permanentemente discriminados por sus compañeros debido a esa razón, y un tercero había protagonizado meses atrás un berrinche descomunal al enterarse de que varios de sus amigos tenían hasta ocho abuelos per cápita y él sólo tenía los cuatro reglamentarios.

La verdad, con semejante panorama, uno terminaba teniendo ganas de zamarrear a Ariel y reprocharle su desconsideración. ¡Mocoso malcriado! ¿Y encima se quejaba?.

En lo que respecta al Día del Padre, Ariel resolvió su problema práctico en forma salomónica: a su papá lo llamó por teléfono para saludarlo, y el practiquísimo portalápices que hizo en la escuela fue a parar a mis manos con una leyenda que decía "Feliz día", pero nada más.

De todos modos, y más allá del conflicto coyuntural originado en la celebración del Día del Padre, quedaba pendiente de respuesta una pregunta básica: ¿cuál era mi rol en esa historia?

Estaba claro que yo no era el padre. El padre era ese señor que había contribuido a concebirlo, que había vivido con él y con su madre durante los tres primeros años de su vida y que, luego de separarse, se había radicado en una ciudad lejana. Hasta ahí, nada que discutir. Pero entonces, ¿yo qué era?

Habrá que reconocer que, desde mi posición, el problema tenía un fácil remedio. Para referirme a Ariel me bastaba con apelar a una expresión que, si bien denotaba cierta distancia afectiva que no terminaba de convencerme, era perfectamente comprensible para quien la escuchara: "el hijo de mi novia", o "el hijo de mi pareja".

Para él, en cambio, las cosas eran sumamente confusas. Decir "el novio de mi mamá" daba cuenta de la relación de su madre con un señor, pero no brindaba pauta alguna que permitiera delinear qué tenía que ver ese señor con él.

Fue justamente por esos días cuando Ariel me formuló su flamante inquietud: no sabía cómo tenía que llamarme. No sabía -en suma- si tenía que decirme "papá".

Con profunda vocación docente, procedí a aclararle qué el no tenía por qué decirme "papá" si no lo deseaba y que si él así lo prefería, podía seguir llamándome por mi nombre como hasta entonces.

-Lo que a mí me importa es que vos me quieras, no cómo me llames- agregué, para tranquilizarlo.

-Bueno, pero vos, ¿qué sos de mí?- insistió, para intranquilizarme.

Realmente era difícil arribar a una respuesta adecuada. No era para menos: una rápida revisión de los posibles rótulos que se me podían endilgar llevaba invariablemente a resultados insatisfactorios y descorazonadores. Veamos, sino:


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jueves, 16 de septiembre de 2010

6- Padre cama afuera

Entrado ya el año siguiente, mi relación con Marcela se volvió mucho más sólida y eso tuvo su correlato semántico: Marcela dejó de ser "la chica que sale conmigo" para pasar a ser "mi novia". Esto no significa que hayamos caído en las crueles garras de la formalidad (¡juira, bicho!), sino que la relación adquirió cierto costado doméstico del que hasta entonces había carecido. Ya no nos limitábamos a encontrarnos para salir los fines de semana, sino que se hizo habitual que yo apareciera por su casa también de lunes a jueves para cenar juntos (bueno, ya sé, no sólo para cenar, pero no hay por qué andar siendo tan explícito, caramba).

Obviamente, ese cambio en nuestras costumbres incidió también en mi relación con Ariel. Por decirlo de un modo gráfico, en cuestión de meses me transformé en una especie de "padre cama afuera". Ya no se trataba sólo de compartir juegos durante un rato o de salir de vez en cuando a comer hamburguesas. Yo llegaba a las ocho y media de la noche, lo ayudaba con la tarea de la escuela y jugábamos al "Dominó con Animalitos" o a algún otro juego de mesa. Si todavía no había comido, le "hacía pata", diversión casera que consistía en agarrarlo de los pies y tenerlo un rato suspendido cabeza abajo, cosa que a él le divertía muchísimo y a mí me dejaba la cintura a la miseria. Después cenábamos y seguíamos jugando otro rato o mirábamos la tele. Cerca de la medianoche, llegaba la hora de dormir y, con ella, un hábito que con el correr de los meses terminó transformándose en un rito esencial: Ariel se acostaba, me pedía un vaso de agua mezclado con soda, yo iba hasta la cocina, se lo preparaba y se lo llevaba. Después lo arropaba, me sentaba un rato en su cama y le daba el beso de las buenas noches. Claro que luego debía sortear un duro obstáculo: lograr que me permitiera retirarme de su lado. Sucede que noche tras noche, Ariel se las ingeniaba para mantenerme junto a él durante unos minutos extra. Por lo general, me agarraba de la mano o de las piernas y se negaba a soltarme. Y cuando, agotada la instancia diplomática, yo apelaba al esfuerzo físico, lograba al fin deshacerme de su acoso y ponerme de pìe, el muy bribón recurría a vías más indirectas y sacaba de golpe los temas de conversación más insólitos con tal de retenerme un rato más. Así, era habitual que yo debiera afrontar preguntas extravagantes del tipo "¿cuál es tu dinosaurio preferido?".

A algunos de mis amigos, la paternidad los había transformado hasta volverlos irreconocibles. Era todo un espectáculo comprobar cómo los mismos atorrantes que antes se vanagloriaban de su licenciosa vida nocturna, ahora se pasaban el dato de las farmacias donde podían conseguirse los pañales descartables a mejor precio. Pero si a ellos la paternidad biológica los había cambiado radicalmente, a mí esta flamante paternidad cama afuera me volvió un sujeto exótico. Más bien diría que me convirtió, lisa y llanamente, en un extraterrestre, puesto que no tenía con quien cotejar ciertas vivencias. No era sólo cuestión de que yo quedaba al margen del tema de los pañales. Sucedía que mientras los bebés de mis amigos concurrían a jardines maternales y/o guarderías, mi hijo ya iba a la primaria. Mientras ellos llevaban a sus hijos al pelotero, yo llevaba al mío al cine y a los videojuegos. Mientras los acercamientos de sus hijos con el sexo opuesto daban lugar, a lo sumo, a bromas inocentes, yo ya estaba por llegar a ese punto en que los acercamientos de Ariel a sus compañeritas me harían temer la posibilidad de llegar a ser abuelo antes de terminar de ser padre.

Por lo demás, y al margen de esta ajenidad que me confería frente a mis amigos, el ejercicio de este rol inédito constituyó para mí una vertiginosa vuelta a la infancia. Una vuelta bastante melancólica, por cierto, como cuando uno regresa a un lugar después de mucho tiempo y oscila entre la emoción de reencontrar ciertos olores y paisajes, y el desasosiego que provoca el comprobar que algunas cosas han cambiado o no se ajustan al recuerdo que uno guardaba de ellas. Palabras como "papel satinado", "cartulina", "etiqueta", "ojalillos", "lámina", "guardapolvos" o "cuaderno de comunicaciones" volvieron a poblar mis conversaciones cotidianas. Volví a comprar la revista Anteojito (y a reincidir en la lectura de "Pi-Pío" y "Pelopincho y Cachirula"). Visité pediatras y odontólogos especializados en niños. Concurrí a reuniones de padres en el club y a actos escolares. Asistí a circos y a funciones de matineé. Me volví especialista en personajes y argumentos de dibujitos animados. Monté subibajas, hamaqué y fui hamacado. Jugué al 25 y al gol-entra. Empuñé nuevamente manijas de metegol e intenté operar joysticks (sin mucho éxito; en el Super Mario nunca pude saltar el segundo precipicio).

Lo curioso no es que lo haya hecho "sin saber el oficio", como canta Serrat. Lo curioso, teniendo en cuenta la estructura neurótica de mi personalidad, es que haya sobrevivido a semejante transformación sin necesidad de recurrir a psicólogo alguno.

A decir verdad, más inexplicable aún es que -dentro de todo- semejante aventura haya terminado bien.

Al menos, que yo sepa, hasta ahora la conducta de Ariel no ha manifestado signos que permitan sospechar que estamos en presencia de un asesino serial.


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