CRÓNICA POR ENTREGAS

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martes, 24 de agosto de 2010

2- El día que conocí a mi hijo

Así como el nacimiento de Ariel había acontecido sin dejar en mí huella alguna, el momento en que nos vimos por primera vez estuvo alejado de toda grandilocuencia sentimental. No sonaron violines, no corrimos en cámara lenta a abrazarnos como en las propagandas de champú, ni incurrimos en lacrimógenos desbordes. Y era lógico: ¿cómo iba yo a saber que estaba conociendo a mi primogénito? ¿Cómo iba a saber Ariel que algún día habría de referirse a ese ignoto sujeto diciendo "mi viejo"?

Por aquellos días, Ariel era, para mí, el "nenito" de "la madre del nenito", una parte más de Marcela, un apéndice, un complemento inseparable. Una especie de efecto colateral, por decirlo de una manera un tanto brusca. Sin conocerlo, sólo sentía por él la simpatía genérica que me provocan todos los niños (bueno, casi todos) y la simpatía específica derivada de la circunstancia de ser el hijo de la chica con la que estaba empezando a salir. Una simpatía por carácter transitivo, por así decirlo. Eso en cuanto a mí respecta, claro, porque en cuanto a Ariel, yo ni siquiera gozaba frente a él de esa mínima significación afectiva: directamente, no sabía que yo existía.

El acontecimiento tuvo lugar una soleada y fría mañana de julio. Aprovechando que tenía que hacer unos trámites por la zona, decidí sorprender a Marcela con una visita fugaz. Sabía que la encontraría en su casa, porque era martes y, en aquel entonces, ese día le tocaba trabajar sólo por la tarde. Debo reconocer que, si bien logré mi objetivo de sorprenderla con mi presencia inesperada, mucho más me asombré yo cuando Marcela me dijo que Ariel estaba con ella, ya que había faltado a la escuela a causa de un catarro rebelde. La inminencia del encuentro con el chico me hundió en una sensación parecida al vértigo. Cuando uno empieza a salir con alguien, siempre resulta estresante tener que conocer a su familia. La certeza de estar siendo constantemente evaluado -mejor dicho, la posibilidad de estar siendo aplazado en dicha evaluación- logra incomodar aun a los espíritus más calmos (ni hablar, entonces, cuando se trata de espíritus neuróticos y ansiosos como el mío). Es imposible no imaginar a los padres de la chica meneando la cabeza mientras aconsejan con gravedad: "ay, nena, ese muchacho no es para vos...", o a la hermanita menor aseverando con sorna "habiendo tantos tipos copados por ahí, ¿justo te venís a enganchar este pescado?". Aquí, el costado extravagante lo constituía el hecho de que la opinión que me preocupaba era ... la del hijo de la novia.

Ariel demoró menos de un minuto en aparecer. Seguramente movido por la curiosidad, asomó su cabecita por la puerta del comedor y pidió a Marcela que le sirviera un vaso de jugo. Marcela aprovechó la ocasión para presentarnos de inmediato. De Ariel dijo "este es mi bebé"; de mí sólo dijo mi nombre, sin apelar a falsos aditamentos del estilo "un amigo".

Pensando que a Ariel le gustaría que lo tratasen como a todo un hombre, en vez de darle un beso, le tendí mi mano y él me la estrechó con cierto recelo. Luego del saludo de rigor, solté un comentario que pretendió ser ingenioso y simpático, pero al parecer no cumplió su cometido. Ariel se limitó a reiterar su deseo de tomar jugo, no sé si por auténtica sed o con la intención de que dejara de decir estupideces.

Extrañamente, nuestra primera charla versó sobre técnicas de boxeo. Empleando un tono implacablemente detractor (que imaginé aplicado a mi propia persona apenas me fuera de su casa), Ariel le comentó algo a su madre respecto de un vecinito que se había peleado con un compañero de curso, al parecer con resultado adverso. Sin que nadie me lo pidiera, tomé la posta de la crítica y di mi opinión supuestamente experta acerca de cómo debe golpearse a un adversario. Ariel se mostró vivamente interesado en el tema y yo aproveché la coyuntura para tratar de ganarme su simpatía, así que me dediqué con entusiasmo a ampliar mis conceptos iniciales con la naturalidad de quien cruza guantes con Mike Tyson en el gimnasio día por medio. Justo yo, que jamás en mi vida me he tomado a los golpes con nadie. (Confieso haber incurrido en la misma actitud de falsa suficiencia años después, cuando Ariel empezó a hacerme consultas sobre sexo en el sentido más funcional del asunto). Ariel escuchó mi discurso teórico durante el tiempo exacto en que se termina la atención que un niño de seis años le puede brindar a un adulto desconocido que no tiene nada para regalarle. Luego, vaso de jugo en mano, volvió a su cuarto a mirar televisión. Así terminó nuestro encuentro.

Minutos más tarde, antes de despedirnos, Marcela me notificó que el sábado siguiente era el cumpleaños de Ariel.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: El día que conocí a mi hijo (2da parte)

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