CRÓNICA POR ENTREGAS

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martes, 21 de septiembre de 2010

7- Día del Padre. ¿Y ahora qué hacemos?

El primer gran conflicto que mi existencia originó en la vida de Ariel tuvo lugar a mediados de junio, más concretamente la semana previa al Día del Padre. Una noche llegué a casa de Marcela y ella me informó que ese mediodía Ariel había vuelto de la escuela de muy mal humor y se había negado a almorzar. Después de la pesquisa de rigor, se había largado a llorar para luego sí, explicar el porqué de su angustia: la maestra había pedido esa mañana a sus alumnos que prepararan los consabidos regalitos para sus respectivos papás. ¡Pobre Ariel! Como si fuera poco problema tener a su padre lejos, su confundida cabecita había quedado atrapada, además, por un asunto de compleja resolución: determinar si tenía que regalarme algo a mí también.

Preocupada por el episodio, Marcela decidió ir a la escuela el día siguiente para hablar con la maestra. Ésta, al enterarse de lo ocurrido, la tranquilizó diciéndole que no había sido el único caso. Acto seguido, procedió a enumerarle un curioso inventario. En efecto, sobre un total de veinticinco niños y niñas que ella tenía a su cargo, diecisiete tenían a sus padres divorciados o separados. De esos diecisiete, había nueve que convivían con la nueva pareja de su madre, (tres de ellos, inclusive, con al menos un hermanito nacido de esta nueva relación) y seis que, cuando les tocaba estar con su padre según el régimen de visitas implementado, se encontraban con la nueva pareja de éste. Además, había dos que hacía meses que no veían a su papá, uno cuyo padre ni siquiera le pasaba alimentos, y otro que vivía con los abuelos maternos. Y de los ocho cuyas familias estaban regularmente constituidas por sus padres biológicos, dos habían manifestado ante la psicopedagoga que se sentían permanentemente discriminados por sus compañeros debido a esa razón, y un tercero había protagonizado meses atrás un berrinche descomunal al enterarse de que varios de sus amigos tenían hasta ocho abuelos per cápita y él sólo tenía los cuatro reglamentarios.

La verdad, con semejante panorama, uno terminaba teniendo ganas de zamarrear a Ariel y reprocharle su desconsideración. ¡Mocoso malcriado! ¿Y encima se quejaba?.

En lo que respecta al Día del Padre, Ariel resolvió su problema práctico en forma salomónica: a su papá lo llamó por teléfono para saludarlo, y el practiquísimo portalápices que hizo en la escuela fue a parar a mis manos con una leyenda que decía "Feliz día", pero nada más.

De todos modos, y más allá del conflicto coyuntural originado en la celebración del Día del Padre, quedaba pendiente de respuesta una pregunta básica: ¿cuál era mi rol en esa historia?

Estaba claro que yo no era el padre. El padre era ese señor que había contribuido a concebirlo, que había vivido con él y con su madre durante los tres primeros años de su vida y que, luego de separarse, se había radicado en una ciudad lejana. Hasta ahí, nada que discutir. Pero entonces, ¿yo qué era?

Habrá que reconocer que, desde mi posición, el problema tenía un fácil remedio. Para referirme a Ariel me bastaba con apelar a una expresión que, si bien denotaba cierta distancia afectiva que no terminaba de convencerme, era perfectamente comprensible para quien la escuchara: "el hijo de mi novia", o "el hijo de mi pareja".

Para él, en cambio, las cosas eran sumamente confusas. Decir "el novio de mi mamá" daba cuenta de la relación de su madre con un señor, pero no brindaba pauta alguna que permitiera delinear qué tenía que ver ese señor con él.

Fue justamente por esos días cuando Ariel me formuló su flamante inquietud: no sabía cómo tenía que llamarme. No sabía -en suma- si tenía que decirme "papá".

Con profunda vocación docente, procedí a aclararle qué el no tenía por qué decirme "papá" si no lo deseaba y que si él así lo prefería, podía seguir llamándome por mi nombre como hasta entonces.

-Lo que a mí me importa es que vos me quieras, no cómo me llames- agregué, para tranquilizarlo.

-Bueno, pero vos, ¿qué sos de mí?- insistió, para intranquilizarme.

Realmente era difícil arribar a una respuesta adecuada. No era para menos: una rápida revisión de los posibles rótulos que se me podían endilgar llevaba invariablemente a resultados insatisfactorios y descorazonadores. Veamos, sino:


CONTINUARÁ
Próximo capítulo: Día del Padre. ¿Y ahora qué hacemos? (2da parte)

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