CRÓNICA POR ENTREGAS

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(DESPUÉS DE LAS 21 HS.)

jueves, 30 de septiembre de 2010

Pedagogía I (2da parte)

Ariel no era la excepción a esta regla. Iba a segundo grado, tenía excelentes notas, y sin embargo preguntarle si "húmedo" se escribía con h o sin h era casi tan improductivo como pedirle que tradujera un texto del sánscrito al arameo. Obvio es decirlo, insistir en la necesidad de que aprendiera las reglas ortográficas chocaba con el sentido común: ¿cómo íbamos a ser tan desconsiderados de exigirle algo que la escuela no le exigía?

De modo que había que hacer un trabajo sumamente discreto, casi digno de un espía, para que Ariel no advirtiera la velada intencionalidad que encerraban ciertos actos. Y para ello, nada mejor que una competencia de insultos.

Yo solía bromear de vez en cuando con él utilizando una terminología un tanto estrambótica y hasta un poco arcaica. Por ejemplo, a un pedido suyo de dinero para comprar un chocolatín podía contestarle con un "a fuer de sinceros, mi querido párvulo, no entiendo a santo de qué viene esa compulsión tuya hacia los derivados industriales del cacao". A Ariel le causaba gracia y quería seguirme el juego, claro que para eso le faltaba vocabulario. Entonces yo espoleaba su amor propio y le decía "andá, a vos no te sale como a mí", lo cual lo exasperaba y lo conducía a retrucarme con alguna palabra que él consideraba agresiva. "No, no, así no sirve", sentenciaba yo. Entonces buscaba el diccionario, lo abría al azar, apoyaba mi dedo y le leía la palabra que había quedado justo sobre mi uña. "¿Sabés lo que pasa?, que vos sos un ... cerúleo", le decía y, acto seguido, leía en voz alta el significado del vocablo. Él me sacaba el diccionario de las manos (reléase lo que acabo de escribir) y reiteraba a su vez la operación: "Y vos, sos un ... nictálope". Yo retrucaba con "Vos tenés cara de ... protervo", y así hasta el agotamiento. Como se verá, el jueguito traía aparejada la inclusión de numerosas palabras nuevas en nuestro léxico y llevaba a Ariel a un trato amistoso con el diccionario que difícilmente le hubiese podido inculcar de otro modo.

Ni hablar, entonces, de la revolución que se produjo en su cabecita cuando una lluviosa tarde de domingo le demostré que una buena manera de matar el tiempo con un diccionario en la mano consistía en buscar en él todas las malas palabras habidas y por haber. A su decepción inicial por no encontrar algunas de las palabrotas más usuales, le siguió un entusiasmo arrollador al comprender de una vez y para siempre no sólo que había numerosísimas maneras de insultar a alguien, sino que además era posible hacerlo sin que el destinatario del insulto pudiera confirmar si efectivamente había sido insultado o no. El éxito de esta estrategia fue tan rotundo que esa noche debí interceder para que Marcela no se comiera crudo a Ariel cuando éste le dijo, muy suelto de cuerpo: "Mami, tu novio es un vástago de meretriz".

Desde esa vez, en más de una oportunidad lo escuché discutir con sus amigos apelando a descalificaciones tan terminantes como exóticas, del estilo "¡primogénito de hetaira!".

Por suerte para su integridad física, los otros no entendían cabalmente lo que les estaba diciendo.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: De la chancleta como instrumento de catarsis

1 comentario:

  1. Es muy complicado el tema del lenguaje. Hoy en día ni los académicos hablamos con un lenguaje que llene de sentido lo que se quiera decir... ¿lo ven?...
    Me imagino que debe ser muy complicado para los niños cuando se encuentran tan limitados en la comunicación (paradógicamente a los avances en comunicaciones).
    Es evidente que se debe inculcar en todo ámbito, incluso, o sobre todo, extra escolar, la necesidad de la consulta al diccionario.
    A mi me resulta divertido tener un diccionario a mano. Aunque debo reconocer que no retengo muy bien las palabras... Memoria a corto plazo...

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