CRÓNICA POR ENTREGAS

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(DESPUÉS DE LAS 21 HS.)

jueves, 28 de octubre de 2010

Padre, tutor o encargado (2da parte)

Por supuesto, no siempre -más bien diría que casi nunca- tuve la suerte de encontrarme con gente que tuviera esa lógica tan impregnada de practicidad. De manera que, desde los inicios mismos de mi actuación pública como padre de Ariel, debí resignarme a verme envuelto en una larga sucesión de equívocos que me tenían como invariable protagonista.

Tan previsibles se volvieron estos malentendidos, que llegó un punto en que, de antemano, yo podía armar en mi cabeza el futuro desarrollo de la escena, el esperable diálogo de locos que iba a tener lugar apenas abriera la boca.

Caso arquetípico:
(Club del barrio, reunión de padres, organizativa del viaje del equipo infantil de básquet).

-¿Usted cómo se llama?- me preguntaba el coordinador, y yo respondía.

-Pero en esta lista no hay ningún chico con ese apellido- me advertía,
inútilmente.

-Sí, ya lo sé- contestaba- lo que pasa es que...

-Ah, perdón, ¿entonces usted viene por otra cosa?

-No, no, yo vengo por el viaje. Lo que pasa es que...

-Mire que este viaje es solamente para la categoría '83.

-Mi hijo es de la categoría '83. Lo que pasa es que...

-A lo mejor estuvo faltando a los últimos entrenamientos.

-No, no faltó a ninguno. Lo que pasa es que...

-Discúlpeme, pero si su hijo no está incluido en la planilla, es porque, por alguna razón, no está en el plantel que viaja.

-Mi hijo está dentro del plantel que viaja. Lo que pasa es que...

-No puede ser; su hijo no está anotado en la planilla.

-Sí, está anotado; usted lo nombró al principio de la reunión, cuando leyó la lista de los chicos que viajaban.

-Pero si le he dicho que en esta lista no hay ningún chico con ese apellido.

-Es que mi hijo no lleva mi apellido.

-Ah, disculpe, ahora entiendo: no lo tiene reconocido.

-No, no es eso. Lo que pasa es que lleva el apellido del padre.

-Oiga, ¿usted me está cargando? ¿No me dijo que el padre era usted?

-Sí, soy el padre, pero no el padre biológico. Lo que pasa es que...

-Ah, usted es el padre adoptivo.

-Eh, bueno, en cierta forma, sí. Lo que pasa es que...

-¿Cómo en cierta forma? ¿Es o no es?

-No, legalmente no. Lo que pasa es que...

-Mire, señor, yo no tengo toda la tarde. Si usted no es el padre biológico ni el padre adoptivo, ¿qué es?

-Soy el novio de la madre.

-¿El novio de la madre? ¿Y qué hace acá, entonces?

-¿Cómo que qué hago acá? Vengo a enterarme de los detalles del viaje.

-¡Pero si usted no es el padre!

-¿Y eso qué tiene que ver?

-¿Cómo que qué tiene que ver? ¡Esto es una reunión de padres!

-Ya sé, justamente por eso vine. Lo que pasa es que...

-Aaaaah, claro, je je. Hay que hacer buena letra con la madre, ¿eh?

-No, ma' qué buena letra, hombre. Lo que pasa es que...

-Y bueno, maestro, si usted no tiene problema...

-¿Problema en qué?

-Digo, en hacerse cargo del chico. A mí, mi viejo siempre me decía: "vos salí con todas las minas que quieras, pero ni loco te vayas a meter con una separada con hijos..."

(telón)


A la situación descripta se la podría rotular como "Identidad dudosa: ¿quién es este tipo?". Pero había también otra variante de enredos, tal vez no tan frecuente pero igualmente ridícula, que bien podría denominarse "Identidad robada: este tipo no es quien parece ser". Y es que más de una vez me topé con interlocutores que, sabedores de que yo era "el padre de Ariel", me llamaban por su apellido. ¿Hace falta explicar lo enojoso que resulta el hecho de que el resto del mundo le ande endilgando alegremente a uno el apellido del ex de su novia?

Si bien por lo general solía tomarme estas situaciones con humor, a veces resultaba verdaderamente cansador andar dando tantas explicaciones, así que para disminuir -ya que era imposible evitarlas- este tipo de enloquecedoras complicaciones, terminé adoptando un latiguillo que aplicaba cada vez que, en cumplimiento de la encargatria-potestad, me tocaba representar a Ariel: "Mi hijo; bah, en realidad no es mi hijo, es hijo de mi pareja con su ex-marido, pero para mí es como si fuera mi hijo, ¿me entiende?".

Debo confesar, no obstante, que el procedimiento preventivo no fue infalible. Todavía conservo como souvenir algunas facturas comerciales extendidas a favor de una persona inexistente, una especie de Frankenstein mercantil-contable armado con mi nombre de pila y el apellido de Ariel.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: Pedagogía II

martes, 26 de octubre de 2010

12- Padre, tutor o encargado

La semana anterior al comienzo del año escolar, Ariel me formuló un pedido muy significativo: quería que fuera yo quien lo llevara a la escuela el primer día de clases.

Por supuesto, acepté con sumo gusto. De modo que un lunes de marzo debuté en estas lides, embargado por dos sensaciones contrapuestas: por un lado, el orgullo de haber sido elegido para esa misión; por el otro, la culpa de dejarlo abandonado a su suerte en las garras de la educación sistemática. (En honor a la verdad, habrá que señalar que no lo acompañé hasta la puerta misma de la escuela, sino sólo hasta la esquina. Tal como se encargó de explicarme el propio Ariel, poniendo límites precisos a mi actuación, no era cuestión de que sus compañeros pensaran que en su casa lo trataban como a un nenito al que todavía no lo dejaban ir solo).

Pero Ariel no se conformó con el simbólico gesto de mi acompañamiento inicial. Dos días después se encargó de notificarme entusiasmado que quería que yo registrara mi firma en el cuaderno de comunicaciones como "padre, tutor o encargado". Gratamente sorprendido pero también con algunas reservas, miré a Marcela en busca de asesoramiento. Marcela alzó sus hombros y, con su mejor sonrisa, puso una inefable cara de "ah, no sé, vos generaste esto; ahora hacete cargo y arreglalo". Como legalista empedernido que soy, pensé de inmediato en las posibles complicaciones que podría traer aparejadas el hecho de inmiscuirme en asuntos en los cuales, para la fría letra de la ley, yo no tenía arte ni parte. Pero también pensé que contestar, lisa y llanamente, "no, Ariel, no puedo hacerlo porque no soy tu padre", además del evidente aroma a telenovela mexicana que hubiese destilado semejante frase, era una actitud muy inadecuada para infligírsela a un chico de casi nueve años que, justamente, estaba clamando por tener un papá de uso doméstico y cotidiano. Así que, para salir del paso, opté por una respuesta ambigua con la cual ni quedé (del todo) comprometido, ni decepcioné (del todo) a Ariel. Le dije que, si en la escuela no hacían problema, aceptaría encantado.

Esa noche, sin embargo, luego de analizar la situación con Marcela, decidimos dar curso al pedido de Ariel sin consultarlo con la escuela. Al fin y al cabo, sólo se trataba de acusar recibo de las notas que mandaba la maestra, no de autorizar al chico a enrolarse en la Legión Extranjera. Además, coincidimos en que para Ariel sería muy importante que. al menos en ciertos aspectos, mi relación con él quedara debidamente documentada en algún ámbito "oficial" .

De manera que, a la mañana siguiente, mientras desayunábamos, Marcela le comunicó a Ariel la decisión tomada y, en una sencilla pero emotiva ceremonia, llevé a cabo el ritual de escribir mis datos y registrar mi firma en el dichoso cuaderno. Mientras lo hacía, caí en la cuenta de que, después de tantos devaneos semánticos para definir mi rol, estaba transformándome en el "encargado" de Ariel. Lo cual tampoco me convencía para nada, ya que, quizás por haber vivido en edificios de departamentos, la palabra "encargado" me remite automáticamente a pensar en un señor de mameluco azul con un escobillón en la mano.

Contra lo que mi exacerbada imaginación neurótica pudo haber supuesto, ninguna autoridad del Ministerio de Educación me demandó por uso indebido de firma, ni la Dirección de Minoridad y Familia me mandó a buscar con la fuerza pública para hacerme arrestar por ejercicio ilegal de la patria potestad. Es más, ni siquiera me citó la directora de la escuela para ponerme amonestaciones, ni para hacerme escribir cien veces "no debo firmar el cuaderno de un niño si ese niño no es mi hijo".

El único episodio digno de mención que generó mi firma, según nos contó Ariel, fue que, apenas llegó el cuaderno a manos de su flamante maestra, ésta le preguntó por qué el apellido del firmante no coincidía con el suyo, a lo que Ariel, haciendo alarde de una lógica contundente e incontrastable, contestó:

-Es que yo tengo dos papás; uno biológico, y otro que me ayuda con la tarea.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: Padre, tutor o encargado (2da parte)

jueves, 21 de octubre de 2010

El viajar es un placer (2da parte)

Durante nuestra semana de estadía en el lugar caminamos, comimos, paseamos, comimos, fuimos a la playa, comimos, respiramos aire serrano, comimos, hicimos excursiones, comimos, sacamos muchas fotos, comimos, miramos artesanías, comimos, descansamos y comimos. En los ratos libres, comíamos.

Ariel estaba encantado. Era la primera vez que tenía a un adulto de sexo masculino disponible tiempo completo para que lo acompañara en sus juegos y andanzas. Ya sé, no es que uno no pueda pasarla bien con su madre, pero entiéndase el concepto: ¿qué heroico sentimiento de orgullo puede generar en un niño la eventualidad de aplastar por 7 a 0 a su mamá en un partido de metegol? De modo que Ariel se las ingenió para exprimirme al máximo: corrimos carreras, nadamos, jugamos a la pelota, al tejo, al pool, y hasta se dio el gusto de cometer parricidio virtual asesinándome 493 veces en el Street Fighter. Las circunstancias impidieron, eso sí, que lleváramos adelante nuestras clásicas guerras de chancletas. Primero, porque no podíamos correr el riesgo de romper los muebles de la habitación en el fragor de la lucha. Segundo y principal, piénsese qué deleznable imagen podrían haber tenido de mí los otros huéspedes de la hostería si hubiesen escuchado a Ariel exclamando con su habitual histrionismo "maldito, no me pegues más con tu sucia chinela".

De todos modos, en nuestros juegos acuáticos encontré un sustituto ideal de nuestras guerras chancletísticas. Todo ocurrió de manera casual: estábamos en el río y Ariel intentaba treparse a mi cabeza (todo indica que con la nada sutil intención de colocarla por debajo de la línea de flotación). Llevando a cabo ingentes esfuerzos por quitármelo de encima, lo hice caer al agua de espaldas. Entonces aproveché su momentánea indefensión, lo alcé en mis brazos como si fuera a acunarlo (más ajustado a mi sentir del momento sería decir "como si fuera a sacrificarlo en un altar maya") y, después de varios amagues, lo revoleé lo más lejos posible. Cayó como si fuera una bolsa de papas, levantando una considerable ola a su alrededor. Sé que puede sonar exagerado, pero fue algo realmente fantástico, casi una epifanía. Ariel emergió de las aguas chocho de la vida y vino hacia mí en busca de un nuevo vuelo rasante. Yo reiteré la maniobra y comprobé (comprobamos) que la flamante disciplina deportiva -"el lanzamiento de Ariel"- constituía una diversión maravillosa para ambas partes. Es más, ni siquiera debía preocuparme por controlar mis fuerzas como en las luchas y en las guerras de chancletas. Al contrario, mientras más lejos caía Ariel en el río, más felices éramos los dos.

La semana se nos esfumó tan rápidamente como el dinero que habíamos llevado. Después de habernos extasiado con los espléndidos paisajes del lugar, después de haber permanecido felizmente aislados de las noticias del mundo y lejos de la rutina, después de haber sufrido hasta el desgarramiento con los ¿cantantes? y grupos ¿musicales? que se atrevían desenfadadamente a poblar bares, pubs y restaurantes noche tras noche, después de siete días plenos de aquello que los existencialistas llamaban "la vida auténtica", el bolsillo dijo "Game Over" y debimos emprender la retirada.

Por supuesto, lejos estuvimos Marcela y yo de poder disfrutar de una auténtica luna de miel (en el sentido más ortodoxo que suele concederse a esa expresión).

Eso sí, la pasantía resultó todo un éxito.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: Padre, tutor o encargado

martes, 19 de octubre de 2010

11- El viajar es un placer

Convengamos que si empezar a construir una familia de a dos es, ya de por sí, una tarea ardua, mucho más problemático es empezar a construirla de a tres. Sobre todo, cuando los otros dos se conocen desde antes y son nada menos que madre e hijo. En estos casos, ya no se trata simplemente de edificar una pareja (¿simplemente? ¡Ja!), sino también de adaptar los perfiles de esa pareja a la existencia de un niño, y viceversa.

No obstante este condicionamiento inevitable, resultaba evidente que las cosas entre Marcela, Ariel y yo iban evolucionando bien. Tanto, que en poco tiempo mi condición de padre cama afuera experimentó una mutación considerable. Sucedió que, a fines de ese año, empecé a quedarme regularmente en casa de Marcela los sábados a la noche, lo cual nos permitía compartir los domingos casi como una auténtica familia: desayuno-parque-almuerzo-sobremesa-película en video-mate con facturas-tarea para el lunes-juegos de mesa-depresión del anochecer-cena.

Así planteadas las cosas, me pareció atinado proponerle a Marcela que ese verano nos fuéramos los tres juntos de vacaciones. La verdad es que si hubiese querido provocar un golpe de efecto, no me habría salido mejor: Marcela quedó sumamente complacida de que ni siquiera se me hubiera pasado por la cabeza la posibilidad de excluir a su hijo del viaje, y aceptó mi propuesta con entusiasmo. "Va a ser como un viaje de bodas sin boda", me dijo. "Y sin luna de miel", agregué, melancólico, imaginando no sin cierta desazón la constante presencia del dulce Ariel junto a nuestro lecho nupcial.

En aquel momento no se lo dije a Marcela pero, a decir verdad, más que como un viaje de bodas, yo veía a nuestro inminente concubinato acelerado de verano como un ensayo de vida matrimonial. Una especie de pasantía conyugal.

Luego de evaluar y descartar distintas alternativas -la Costa Azul porque allá estaban en invierno, la Polinesia porque quedaba muy lejos, las Islas Caimán porque detesto a los reptiles, las Islas Vírgenes porque a esta altura ya nadie les cree- terminamos decidiéndonos por pasar una semanita de lo más gasolera en las sierras de Córdoba.

Partimos a la medianoche de un tórrido domingo de enero. El colectivo era muy confortable y ya el aire de parajes lejanos que fluía en su interior invitaba a soñar. Tanto, que no nos atrevimos a rechazar la invitación, y de las cinco horas que duró el viaje dormimos aproximadamente cuatro horas con cincuenta y ocho minutos. Una vez en la Docta, desayunamos y, luego de unas horas de espera, nos embarcamos (¿no sería más apropiado decir que nos encolectivamos o que nos enomnibusamos?) rumbo a la localidad de Capilla del Monte.

No fue fácil obtener alojamiento. Luego de mucho deambular, conseguimos lo que al parecer era la última habitación triple disponible en todo el Valle de Punilla. Fue en una hostería llamada "El Rancho Grande", donde a pesar de lo que pueda suponerse a juzgar por su nombre, no había ninguna rancherita que alegre me dijera cómo me iba a hacer los calzones. Lo que había, en cambio, era un señor grandote y de bigotes parecido a Pancho Villa con el cual no me pareció apropiado discutir el tema de la confección de mis prendas íntimas.

Completé la ficha de registración colocando mis datos personales en el rubro "Solicitante", los de Marcela en "Acompañante 1" y los de Ariel en "Acompañante 2". Como en "Acompañante 1" y "Acompañante 2" se me pedía que aclarara "Relación con el solicitante" no lo dudé ni un segundo y escribí "esposa" e "hijo". Me provocó un placer inmenso hacerlo, no tanto porque mentir tenía algo de juego transgresor, de travesura, sino porque sentía que, más que una mentira, aquello era una verdad levemente maquillada. ¿Qué mal podía encerrar entonces el hecho de que el apellido de "Acompañante 2" no coincidiera con el de "Solicitante"?
Nos concedieron una habitación que contaba con dos camas, una matrimonial y otra de una plaza. La insalvable cercanía de ambas me hizo pensar que mi pronóstico respecto de la luna de miel había sido acertado: las circunstancias sugerían que en esa habitación iba a haber menos sexo que en "Ico, el caballito valiente". Más que luna de miel, todo auguraba un eclipse de luna de miel. Sólo quedaba el consuelo de aspirar a que se tratara de un eclipse parcial.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: "El viajar es un placer" (2da parte)

jueves, 14 de octubre de 2010

De la cigüeña al Kama-Sutra (2da parte)

El primer acercamiento al tema, sin embargo, (y mi primera prueba de fuego) se resolvió sin necesidad de explicación alguna. Todo empezó cuando, a partir de ciertos gestos y comentarios, descubrí en Ariel una curiosidad recurrente -aunque nunca del todo explícita- por saber qué escondía yo debajo de mis calzoncillos. Cualquiera sabe que esa curiosidad constituye una etapa necesaria dentro del proceso evolutivo de todo niño. Eso no impidió que yo me pasara toda una semana evaluando con neurótica preocupación cuál sería la forma más adecuada de satisfacer su interés. Esto quiere decir: me pasé toda una semana evaluando cómo ser simple sin ser simplista, cómo ser directo sin ser grosero y cómo actuar con naturalidad careciendo de ella. La solución, por supuesto, terminó siendo mucho más sencilla de lo previsto y fue producto de un rapto de inspiración. Una mañana, en casa de Marcela, entré al baño y, un segundo después, Ariel golpeó la puerta diciéndome que necesitaba imperiosamente su peine. Fue entonces cuando la brillante idea cruzó mi mente como una revelación luminosa: en vez de alcanzárselo o de decirle que esperara un minuto, le dije "bueno, pasá". Entonces Ariel se metió en el baño mientras yo orinaba, satisfizo su curiosidad viendo lo que tenía que ver ("¿y esto era todo?", habrá pensado, pobre), tomó su peine y se fue. El transcurso de los días siguientes me permitió comprobar que no me había equivocado, ni en mi percepción de los hechos, ni en la resolución elegida: a partir del episodio del baño, el interés de Ariel por el secreto oculto en mi entrepierna se desvaneció por completo. Mi amiga Lorena nunca se enteró de este episodio, pero yo supuse que habría estado orgullosa de mi actitud.

Envalentonado por el éxito obtenido, me sentí mejor dispuesto para afrontar lo que viniera. Hubo un par de situaciones propicias en que pensé que el momento había al fin llegado. Primero fue un comentario de Ariel sobre la noticia de una alumna a la que habían expulsado de un colegio por haber quedado embarazada; días más tarde. un chiste de los llamados "verdes" que le había contado un compañero de la escuela. Pero la cosa no pasó a mayores, puesto que, en ambos casos, Ariel se desinteresó del tema de inmediato.

Un domingo a la tarde volvíamos de jugar a la pelota en el parque. Veníamos charlando de vaya a saber qué cosa, cuando pasamos frente a una pared desde la cual un enorme y colorido afiche publicitario captaba la atención hasta del transeúnte más distraído. Ariel lo miró sin mayor detenimiento y, con una frescura rayana en la alevosía, me descerrajó a quemarropa una frase inmortal:

-Mirá, esa es la marca de preservativos que usás vos.

Tratando de asimilar el imprevisto cross a la mandíbula, puse mi mejor cara de póker y me limité a asentir con un flemático "ajá", digno del Príncipe Carlos (y bueno, ya que carecía de la naturalidad que reclamaba Lorena, al menos tenía que disimular su falta). Después, reprimiendo toda manifestación externa del terror inconmensurable que me generaba la posible respuesta, le pregunté, casi como al descuido: "¿Y vos cómo sabés?". Ariel me miró con suprema indulgencia y explicó: "¿vos te creés que yo no sé dónde guardan ustedes las cajitas?".

Desde entonces, debí acostumbrarme al hecho de que Ariel me formulara, sobre el tema del sexo, las preguntas más incisivas que uno se pueda esperar de parte de un niño. Y como -por convicción filosófica, no por carácter- siempre me mostré dispuesto a contestar sus inquietudes frontalmente y sin escandalizarme, la sexualidad jamás fue para él un tema difícil de tratar, ni conmigo ni con su madre (con la que, por suerte, compartíamos esta filosofía docente; caso contrario, quizás me hubiese denunciado por corrupción "intelectual" de menores a la primera de cambio).

Con la tranquilidad de saber que no existía censura alguna, Ariel fue perfeccionando la hondura de sus requerimientos. A tal punto, que, en cuestión de años, nuestras charlas sobre sexo llegarían a ser casi una versión oral del Kama-Sutra. Prescindiendo de toda falsa modestia, debo decir que el hecho de que un individuo tan vergonzoso como yo haya contribuido a hacer de Ariel una persona tan desinhibida respecto de los temas del cuerpo, es uno de los mejores legados que he podido dejarle.

"Lo bueno de hablar con vos", me diría años más tarde, cuando ya estaba
en la secundaria, "es que uno te puede preguntar cualquier cosa, que total vos no te enojás". Jamás podré olvidar, claro, el preciso momento que precedió a ese comentario tan halagador: acabábamos de entrar a un kiosco para comprar una gaseosa y el muy caradura no tuvo mejor idea que continuar la conversación que veníamos trayendo haciéndome una de las preguntas más inoportunas que me hayan formulado en toda mi vida: "Pero, al final, ¿qué da más placer: el sexo oral o el sexo anal?".

Sentí que mil dagas incandescentes me atravesaban de lado a lado, pero me mantuve impertérrito como una esfinge y guardé silencio. Sin emitir ni una mísera interjección, pagué la gaseosa y salimos del local como si nada singular hubiese sucedido.

Eso sí, la mirada de espanto que me infligió la dueña del kiosco mientras me entregaba la botella suele perseguirme aún hoy, en algunas de mis peores pesadillas.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: El viajar es un placer

martes, 12 de octubre de 2010

10- De la cigüeña al Kama-Sutra

Mi amiga Lorena es actriz y, por lo tanto, dueña de una excelente relación con su cuerpo. Para mi gran asombro, una de las primeras cosas que hizo cuando supo que la mujer con la que había empezado a salir tenía un hijo, fue preguntarme si yo me sentía preparado para afrontar la educación sexual de un chico.

-No es que desconfíe de tus cualidades intelectuales- se atajó, seguramente para defenderse de la extrañeza de mi mirada. -No desconfío ni de tu amplitud sobre el tema, ni de tu capacidad para transmitir información, ni de tu claridad conceptual.

De inmediato, reconocí en esa enumeración de virtudes uno de esos complacientes artilugios retóricos que las personas suelen utilizar como prólogo a una enumeración análoga, pero de defectos.

-¿Y entonces?- pregunté temeroso.

-Justamente, ahí esta la cuestión. Que todo lo que acabo de rescatar de vos son cualidades intelectuales, y me parece genial que las tengas. Pero el sexo no es algo intelectual; no alcanza con explicar conceptos, ni con brindar un marco ético, ni con suministrarle al chico una ideología sexual sin rigideces.

-¿Ah, no?- pregunté, sin atreverme a reconocer frente a ella: 1) que siempre había pensado que sí alcanzaba; 2) que no sólo siempre había pensado que alcanzaba, sino que además siempre había pensado que era lo ideal; 3) que no sólo siempre había pensado que alcanzaba y que era lo ideal, sino que además hasta sentía latir dentro de mí cierto orgullo anticipado al imaginarme actuando de ese modo cuando la situación lo exigiese.

-No, no alcanza- prosiguió Lorena, barriendo de un plumazo mi orgullo preadquirido. -El sexo es, antes que nada, algo que tiene que ver con el cuerpo. Y vos, como todo intelectual, tenés una pésima relación con tu cuerpo.

Si bien aún no lograba captar cabalmente hacia dónde apuntaba mi amiga, resultaba imposible refutarla. Mis escasas habilidades para el deporte, mi hilarante ineptitud para la danza y lo descangallado de mi andar son notorios hasta para el menos perceptivo de los mortales. Si Lorena estaba en lo cierto y la eficaz educación sexual de un niño dependía de la buena relación que el padre tuviese con su propio cuerpo, entonces conmigo Ariel estaba frito: el chico me iba a salir hermafrodita, sadomasoquista, o fetichista de los bonsai.

-Lo que quiero decir- culminó mi amiga- es que no me gustaría que tu hijo creciera tomando al sexo como una entelequia, una construcción mental. Tenés que educarlo de forma tal que pueda vivirlo con naturalidad. Enseñarle con el cuerpo, por así decirlo. ¿Vas a poder hacer eso?

Más por amor propio que por auténtica convicción, respondí afirmativamente, enfáticamente, terminantemente, indubitablemente. Casi diría que con tono de ofendido. Pero lo cierto es que la aparente seguridad que emanaba de mi respuesta tenía frágiles pies de barro.

Por suerte, cuando mi vida se cruzó con la de Ariel, él ya sabía perfectamente, de boca de su madre, que lo de la cigüeña era un mito inconsistente y estaba en conocimiento, al menos en su versión básica, de la historia de la semillita de papá en la panza de mamá. Ya era algo, y que no les parezca poco. Pero, para qué negarlo, las palabras de mi amiga habían asestado un duro golpe a mis presuntas certezas sobre la cuestión (sobre mi capacidad docente, digo; no sobre la veracidad de la historia de la semillita). Implacable como un misil teledirigido, su insidiosa preguntita final -"¿vas a poder hacer eso?"- me perseguía para sacudirme cada vez que yo intuía cercano el momento de tener con Ariel una charla esclarecedora sobre el tema. O sea, cuando se hiciera necesario explicar con lujo de detalles en qué circunstancias era que llegaba la semillita de papá a la panza de mamá. Y eso sin contar, claro, un subtema de importancia no menor, a saber: cómo hacer para que la semillita de papá no llegue a la panza de mamá.

Yo estimaba que dicho momento no podía demorarse demasiado, sobre todo teniendo en cuenta las toneladas de alusiones sexuales que la televisión vertía en la cabecita de Ariel, aun en el megaviolado "horario de protección al menor". Debo confesar que el tenor de lo que se veía habitualmente en la pantalla me intimidaba bastante. No era para menos: recordaba las palabras de Lorena y pensaba: ¿cómo diablos iba yo a dar explicaciones "con el cuerpo" si a Ariel se le daba por preguntar, por ejemplo, acerca de los travestis?

Aún tengo fresco el recuerdo de una tarde en que estábamos juntos viendo las Tortugas Ninja (y bueno, la paternidad es un sacerdocio...). En medio de una tanda publicitaria, pasaron la propaganda de la película prevista para las 10 de la noche: "Nueve semanas y media". El anuncio incluía el nada sutil eslógan "la película más caliente de todos los tiempos", frase convenientemente disparada, claro, mientras se la veía a Kim Basinger iniciando su famoso strip-tease. Espié de reojo a Ariel para ver cómo reaccionaba. Lejos de descubrir en él una actitud de asombro, un atisbo de pudor mancillado, me topé con un comentario tan sereno como concluyente: "Qué buena que está esta mina, ¿no?".

En fin... pensar que, a su edad, las únicas mujeres sin ropa que yo había visto eran la Maja Desnuda de Goya y la Venus de Botticelli... (y encima, no eran mi tipo).

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: De la cigüeña al Kama-Sutra (2da parte)

jueves, 7 de octubre de 2010

De la chancleta como instrumento de catarsis (2da parte)

Nuestra guerra de chancletas era una práctica que llevábamos a cabo con bastante frecuencia, generalmente a la hora de la siesta. Todo comenzaba cuando nos trenzábamos en feroces luchas cuerpo a cuerpo, que tenían lugar sobre una cama, sobre un sofá o directamente sobre el suelo. Quien se escandalice pensando que había allí una enorme desproporción entre ambos contendientes está en lo cierto: la víctima de esa tremenda desigualdad era yo. Porque yo me limitaba a inmovilizar las extremidades de mi adversario para que no me pegara; en cambio Ariel utilizaba contra mí la más variada gama de tomas y golpes aprendidos en las películas de artes marciales que solía ver en la tele. (Oh, injusticias de la vida; lo que las madres en su enojo frente a este tipo de juegos suelen pasar por alto es que el adulto se obliga a regular su fuerza para no lastimar al niño... ¡pero el niño no! ¡El pequeñín golpea al padre como si estuviera en disputa el campeonato del mundo!).

Al cabo de unos minutos, mi cansado cuerpo pedía un respiro. Maltrecho y resollando, solicitaba una tregua que, por supuesto, Ariel se negaba invariablemente a concederme. Muy por el contrario, era justo en esos momentos cuando mi infatigable contrincante aprovechaba para intensificar sus ataques. No me quedaba otro remedio, entonces, que tomar una de mis contundentes chinelas (calzo 45) y asestarle un planazo en la cola para sacarme de encima a la garrapata golpeadora. Obvio es decirlo, mi adversario tomaba la otra chinela y así comenzaba un fragoroso duelo criollo, que habrá carecido tal vez de ese costado heroico que tanto admiraba Borges (sinceramente, no me imagino al "Hombre de la esquina rosada" empuñando con gesto fiero una ojota de gomaespuma), pero al que, sin lugar a dudas, no le faltaban emoción y vehemencia.

Dejo librada a los psicólogos la tarea de desentrañar si la guerra de chancletas le permitía a Ariel cumplir sólo esa instancia de medición de fuerzas de la que he hablado al principio de este capítulo, o si, teniendo en cuenta el desdoblamiento que había sufrido frente a él la figura paterna, el juego le suministraba además, como elemento complementario, la posibilidad de descargar su hostilidad acumulada, fuera ésta contra mí, contra el padre lejano, o contra la vida en general. La verdad, no importa demasiado determinar cuál era el auténtico destinatario de sus golpes: a los efectos prácticos, puedo asegurar que yo cobraba por todos juntos.

En lo que a mí respecta, esos arduos combates eran una excelente
terapia para liberar tensiones, mucho más económica y divertida que ir a un gimnasio. Es más, a veces pienso que nuestro planeta sería un sitio mucho más saludable si todos canalizáramos nuestras tendencias agresivas batiéndonos a duelo de chancletas con cierta asiduidad.

Creo que la última vez que tuvimos una guerra, Ariel tenía ya 12 años. No es que nos hayamos planteado explícitamente que ésa sería la última. Es más, tampoco guardo en mi memoria ningún detalle de ella que me permita diferenciarla de las anteriores. No sé, supongo que en algún momento habré sentido que los chancletazos de Ariel empezaban a dolerme en serio. O quizás Ariel comenzó a percibir que yo ya no era tan difícil de vencer.

Después de todo, en esa competencia de la que he venido hablando, no hay para el hijo varón momento de mayor vértigo que aquél en que comprueba que, efectivamente, se ha vuelto más fuerte, más alto, más hábil, más veloz que su padre.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: De la cigüeña al Kama-Sutra

martes, 5 de octubre de 2010

9- De la chancleta como instrumento de catarsis

Es común que las madres se alarmen ante el tenor agresivo de determinados juegos compartidos por los padres y sus hijos varones. Los consideran exagerada e innecesariamente violentos y, por supuesto, dan por sentado que el irresponsable que genera esos excesos es el grandulón del padre, que parece no comprender que la brusquedad de estas acciones pone en riesgo la integridad física del chico.

Lo que el celo materno suele obviar en estos casos es que tales actividades son instancias importantísimas, decisivas en el crecimiento de todo varón.

Aclaremos bien este punto, no sea cosa que me cataloguen de cavernícola. No estoy adoptando ninguna postura machista, ni nada que se le parezca. A esta altura, metidos de lleno en pleno siglo XXI, creo que ninguna persona que se precie de lúcida puede afirmar con fundamentos válidos que un hombre es menos hombre por demostrarle ternura a su hijo. ¿Quién puede, hoy por hoy, sostener razonablemente que las manifestaciones directas de afecto son tarea exclusiva de las madres? A lo que me refiero es a que, aún en nuestros días, para el hijo varón el padre continúa siendo, en una serie de aspectos, el referente natural a imitar y superar (¿resabios ancestrales arrastrados desde la tribu?). El hijo varón se esfuerza por ser más alto, más fuerte, más hábil, más veloz que su padre. Y en esa carrera hacia la superación de aquel a quien imita, se hace necesario para el niño (está bien, señoras, lo acepto: para algunos padres inmaduros también) ir confrontando, ir midiendo fuerzas para saber en qué punto del camino se halla. Así es como, paralelamente al compañerismo que pueda desarrollarse entre padre e hijo, se genera también entre ambos una especie de competencia de la que las madres quedan excluidas.

Esta competencia puede adoptar formas diversas, desde las más inocentes e indirectas (correr carreras, ver quién tira más lejos una piedra) hasta otras más violentas y directas (pulseadas, boxeo, lucha grecorromana, sumo, kick-boxing o esgrima con florete).

Todo este largo introito viene a cuento para explicar que, como es de imaginar, mi relación con Ariel no estuvo exenta de este tipo de juegos.

No soy precisamente lo que se dice un deportista nato. (La naturaleza me ha bendecido con el cuerpo de un Adonis pero mis músculos son sumamente introvertidos). Mi apariencia, por lo tanto, está más próxima a la de un aficionado al ajedrez que a la de un rugbier capaz de hercúleas proezas. Por ese motivo -o quizás por la inclaudicable cara de buenudo que siempre me ha acompañado en la vida- supongo que nadie que me vea podría considerarme un individuo difícil de superar en fuerza o habilidad física. De modo que, a fines de salvar mi honor de adulto en aquel torneo paterno-filial de virilidad, tuve que echar mano a dos recursos elementales: hacer valer la respetable diferencia de altura que me separaba de Ariel, y sacar provecho de esa inocente suposición que lleva a todo chico a creer que su padre es algo así como un superhéroe invencible (inocente suposición ésta que dura hasta que el niñito llega a la adolescencia y uno pasa, sin escalas, de ser Superman a ser considerado Homero Simpson).

Como todo padre e hijo, entonces, también Ariel y yo jugamos a ver quién pateaba más lejos la pelota y practicamos carreras y pulseadas. Pero nuestra competencia preferida era, sin lugar a dudas, la guerra de chancletas.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: De la chancleta como instrumento de catarsis (2da parte)