CRÓNICA POR ENTREGAS

SEGUILA AQUÍ TODOS LOS MARTES Y JUEVES
(DESPUÉS DE LAS 21 HS.)

martes, 16 de noviembre de 2010

Una familia tipo (tipo ensamblada...) (2da parte)

Cerca del mediodía, fui con Ariel a comprar bizcochos a la panadería de la esquina. A nuestro regreso, nos encontramos con la vecina de la casa de al lado, que no tuvo reparo alguno en cortarnos el paso para ponerse a socializar con nosotros.


-Así que ustedes son los nuevos vecinos- dijo, tratando de sacarnos conversación.


Quienes me conocen bien -y aún así, me siguen queriendo- suelen decir que, por lo general, hasta Marcel Marceau es más locuaz que yo. No obstante, en aquel momento me pareció prudente cumplir con los ritos de la cortesía barrial, así que detuve mi andar y aproveché para presentarme. La mujer hizo lo mismo y luego extendió su mano hacia Ariel para acariciarle la cabeza.


-Y este chico tan lindo, ¿es suyo?- preguntó, tratando de ganarse la simpatía de su flamante vecinito, sin saber que su flamante vecinito odiaba los gestos melifluos de la gente desconocida que intentaba ganarse su simpatía.


-Sí, es mi hijo- contesté, y me descubrí posando mi mano en su hombro derecho, en una clásica actitud de orgullo paterno, como si los rasgos de Ariel realmente hubiesen derivado de mis propios genes.


-Pero no es parecido a usted- acotó candorosamente la mujer, disolviendo mi acceso de orgullo paterno con la mayor brutalidad.


Entonces Ariel puso su mejor cara de angelito inocente y, con una ironía que sólo yo podía captar, explicó:


-Es que yo salí a mi mamá, señora.


Acto seguido, el muy pícaro me sacó la bolsita de la mano, dijo "dame que yo llevo los bizcochos", se despidió de la mujer con suma cordialidad y se borró olímpicamente de la escena (¡ah, las ventajas de ser niño!). Intenté imitar sus pasos, pero mi vecina hizo caso omiso a mis elocuentes movimientos corporales y permaneció interpuesta en mi camino, lo más campante.


-¡Pero que chico tan amable!- dijo, parapetada detrás de su escoba. -¡Es tan lindo ver a un niño educado! ¡Lástima que ahora sea tan raro encontrar uno! Bah, y gente grande educada tampoco hay. La gente ya no sabe lo que es el respeto. Usted vio, las cosas que pasan hoy en día en este país. Es todo una cuestión de falta de educación. Y eso no es culpa de la escuela, solamente, no señor. La familia tiene mucho que ver. Lo que pasa es que, claro, con tantas separaciones, tantos divorcios... eso trae consecuencias, ¿no le parece?.


Odio debatir temas polémicos con desconocidos en un contexto inapropiado, sobre todo si intuyo que la otra persona es de esas que no profesan gran simpatía por los disensos, y mucho menos si sé que voy a tener que seguir viéndola casi a diario por bastante tiempo. De manera que me limité a decir "Y sí...", por decir algo, mientras me esforzaba por avanzar gradualmente por el hueco que había quedado entre la escoba y la pared. Pero la mujer marcaba mejor que Mascherano y, con un movimiento de su brazo derecho, tan leve como efectivo, cerró la brecha que había dejado descuidada.


-Justamente, la pareja que vivía ahí antes que ustedes se separó -arremetió. -Aunque, le digo la verdad, ni siquiera estaban casados. Y claro, ¿qué compromiso puede haber ahí? Creen que es todo chacota y en cuantito hay un problema se separan. ¿Qué ejemplo se le puede dar a los hijos así? Porque el drama es cuando hay chicos. Dirán lo que quieran, pero cuando los padres se separan, los chicos quedan siempre a la buena de Dios, pobrecitos. Un niño necesita a su papá y a su mamá, pero juntos. Porque después la madre podrá rehacer su vida, conseguirse un novio y solucionar su problema, sí, pero ¿y los hijos? ¿Qué pasa con los hijos, eh? ¿Me va a decir que el nuevo marido se va a preocupar por la pobre criatura igual que si fuera el padre?


Supongo que para poder respirar, la mujer detuvo su discurso un instante, el tiempo suficiente como para que yo pensara que quizás era ella la razón de que el alquiler del interno estuviera tan barato.


-Esos chicos crecen llenos de conflictos y traumas. ¿Cómo va a pretender uno que cuando sean grandes se comporten con respeto y educación? Y bueno, ya ve, así nos va, ése es el país que tenemos. En fin... Ustedes, ¿hace mucho que están casados?


Justo en ese momento, cuando ya estaba sintiendo bajo mis pies el crepitar de las hogueras de la Inquisición, Ariel asomó su cabecita por la puerta de nuestra flamante casa y me pegó el grito para avisarme que ya estaba listo el almuerzo.


-¡Qué notable!- dijo mi vecina, entre divertida y extrañada, mientras yo me aprestaba ansioso a gambetear su escoba -su hijo lo llama a usted por el nombre.


Definitivamente, no era la ocasión más apropiada para ponerse a dar explicaciones.


-Sí -comenté -es una costumbre ... familiar, se podría decir.


Después, sin darle tiempo a réplica, me despedí de ella con premura y me zambullí en el hueco de la puerta como si estuviera anotando un try para Los Pumas en la final del Mundial de rugby.


-¿Qué te decía la señora?- preguntó Ariel, mientras recorríamos el largo pasillo.


Bajando al máximo el tono de mi voz, como quien revela un secreto inconfesable, le expliqué:


-Shhh, no digas nada, pero parece que mamá y yo estamos destruyendo la Argentina.


FIN
___________________________

ALGO ASÍ COMO UN EPÍLOGO


Disfruté muchísimo escribiendo esta historia. Una historia innegablemente autobiográfica, aun cuando los hechos en ella evocados se presenten levemente distorsionados por la lente del humor zumbón que recorre sus páginas. Una historia que me permitió reencontrarme con la faceta más lúdica de la tarea de escribir. Una historia mediante la cual busqué dejar testimonio de ciertas vivencias e impresiones propias de una etapa fundamental -y fundacional- de mi vida. Una historia que -tal vez y ojalá- pueda servirle de algo a otros. A padres o a hijos, biológicos o no.


También disfruté muchísimo esta maravillosa experiencia de compartir la historia con ustedes mediante esta vía tan poco convencional, al menos para quienes fuimos criados bajo el imperio de los textos impresos en papel. Escribir es una actividad eminentemente solitaria; por lo tanto la posibilidad de ir sintiendo la respuesta del público a medida que avanzaban los capítulos ha sido una aventura fascinante. Así que gracias, infinitas gracias a todos los lectores, sin cuya presencia y permanencia este juego compartido no habría sido posible.


Cuesta despedirse después de estos tres meses. Todavía no terminé de escribir estas líneas y ya siento nostalgia por tener que abandonar esta gozosa rutina de los martes y jueves. Parece que del otro lado pasa lo mismo: ya hay quienes, para prevenir un posible síndrome de abstinencia, me están pidiendo que escriba "Algo así como un abuelo". Sucede que "Ariel" tiene ahora 27 años y pronto va a ser papá. Quién les dice, tal vez en un futuro no muy lejano nos reencontremos, ustedes y yo, en una crónica que recree las andanzas de mi nieto.


Por el momento, chau a todos. Fue un gustazo. De veras.






jueves, 11 de noviembre de 2010

15- Una familia tipo (tipo ensamblada...)

La exitosa experiencia de las vacaciones y mi activa participación en la vida escolar de Ariel contribuyeron notablemente a afianzar nuestras relaciones tripartitas. Se podria decir que, a esa altura, ya éramos "casi" una auténtica familia. Auténtica, no según los estrictos cánones formales ortodoxos, claro, sino dentro de los flexibles márgenes que admite el concepto de "familia ensamblada". Para suprimir el "casi" sólo nos faltaba cumplir con un requisito: compartir el mismo techo durante los siete días de la semana.

Tomé conciencia de que tal momento había llegado el día que descubrí que, imperceptiblemente, la casa de Marcela había pasado de ser una modesta sucursal de la mía a transformarse casi en la casa matriz. Uno podía hallar en ella un surtido número de objetos de mi propiedad, desde elementos de higiene personal hasta libros y papeles, pasando por una nutrida variedad de remeras, shorts, pulóveres, buzos y calzoncillos. Más aún, como en ese tiempo yo ya pasaba cinco noches por semana allí, en las escasas ocasiones en que amanecía en mi propia casa me aquejaba esa breve confusión que uno suele tener al despertar en una habitación que no es la suya. Y si uno ya no es capaz de reconocer como algo natural el paisaje de su propio dormitorio...

Y, por si todo eso fuera poco, baste recordar que. por aquella época, yo ya había cumplido los famosos 28 años. La madurez, el aplomo, la sabiduría, estaban al alcance de mi mano (lástima que yo me sintiera como la Venus de Milo).

De modo que, aprovechando que se vencía el alquiler de la casa de Marcela, decidimos buscar un lugar más amplio donde vivir los tres juntos. Ariel se mostró encantado ante la novedad, aunque para preservar mi autoestima intacta, preferí no indagar demasiado qué porcentaje de su alegría derivaba de su inminente convivencia diaria conmigo, y cuál de saber que mi llegada traería aparejada, asimismo, la de mi organito electrónico Yamaha.

El operativo búsqueda, como suele suceder, arrojó al principio sucesivas decepciones. Cuando nos gustaba la casa que veíamos, no nos convencía la ubicación que tenía. Cuando nos gustaba la ubicación que tenía, no nos convencía la casa que veíamos. Cuando nos gustaban la casa y la ubicación, lo que no nos convencía era el alquiler que pedían. Bah, al contrario; nos convencía inmediatamente de que debíamos huir despavoridos de ahí.

Una mañana de noviembre fuimos sin mayor convicción a ver un departamento interno que quedaba cerca de la casa de Marcela. Lo ofrecían a un precio sospechosamente bajo, por lo que imaginamos que sería horrible, uno de esos sucuchos oscuros y húmedos en los que para entrar a la cocina hay que pedirle permiso a la cucaracha más chica (porque si te toca la más grande, directamente te manda a la cama sin cena).

Vaya sorpresa, después de recorrerlo, nos miramos y supimos que al fin habíamos encontrado lo que necesitábamos.

Hecha la elección, firmado el contrato y decidida la fecha para la mudanza, se hizo necesario notificar la novedad a parientes y amigos. Fiel a esa aversión visceral a las solemnidades que me caracteriza, se me ocurrió que una buena manera de hacerlo sería enviando parodias de participaciones de casamiento. De manera que me senté frente a la máquina de escribir (¿a qué viene esa sonrisita socarrona?, claro, ahora con una PC y una impresora, cualquiera se hace el diseñador gráfico, ¿no?) y pergeñé un prototipo en el que, debajo del nombre y apellido de los tres, se leía:
"participan a Ud(s). el inicio de su vida en común y comunican su nuevo domicilio unificado, sito en ..."

Se lo mostré a Marcela y a Ariel y les pareció simpático, así que me encargaron unas cuantas fotocopias para repartir entre sus conocidos. Eso sí, cuando les comenté mi idea de agregar, al final del texto, la frase "los novios saludarán en el patio", la sugerencia fue injuriosamente desestimada con una agresiva catarata de arteros vilipendios. Una verdadera pena.

Primero se mudaron Marcela y Ariel. Una semana después, lo hice yo. Es una manera de decir; lo único que hice una semana después fue llevar a la casa nueva los escasos seis o siete bártulos de mi propiedad que aún no estaban en la casa de Marcela.

Habrá que reconocer que el inicio de nuestra vida en común estuvo lejos de toda formalidad, espectacularidad y/o glamour. Mi arribo al flamante hogar se produjo en un taxi-flete destartalado, justo en un momento en que Marcela se había ido al supermercado. Entre el fletero, Ariel y yo bajamos las cosas y las entramos a la casa (bueno, en realidad, Ariel ayudó a entrar el organito electrónico Yamaha y después lo perdí de vista). En menos de quince minutos, la tarea estuvo concluida, de modo que cuando Marcela volvió de hacer las compras, se encontró con que yo ya estaba cómodamente instalado.

La verdad, un okupa no lo hubiese hecho mejor.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: Una familia tipo (tipo ensamblada...) (2da parte)

martes, 9 de noviembre de 2010

14- ¿Qué ves cuando me ves?

En cierto sentido, la tarea de educar a un hijo se parece al trabajo de un escritor. Movido por el deseo de transmitir al lector determinados mensajes y emociones, el escritor trata de resaltar en su texto la importancia de una frase, una idea o un personaje que a él le parecen trascendentes, aquejado siempre por el temor de que los ojos del lector resbalen por esas líneas sin prestarle la debida atención o sin asignarle el mismo valor que él les ha conferido al escribirlas. Del mismo modo, los padres acostumbran subrayar a sus hijos, una y otra vez, determinadas pautas y valores que desean transmitirles, preocupados ante la posibilidad no sólo de que aquellos no les den la importancia adecuada, sino de que -¡horror de los horrores!- terminen adoptando exactamente la conducta opuesta a la impartida como correcta.

Por supuesto, la cantidad de variantes que pueden presentarse respecto del rubro "pautas y valores" es tan amplia como vastos son los matices de la naturaleza humana. "Nene, lo único que te pido es que seas una persona de bien", "Nene, si te hacés de River te desheredo", "Nene, tenés que luchar por una sociedad más justa", "Nene, si me salís gay te mato", "Nene, tenés que tener un título universitario", "Nene, para triunfar en la vida tenés que pisarle la cabeza a todo el mundo", "Nene, cualquier cosa menos artista".

Insisto: la gama de bajadas de línea es amplísima, casi infinita. Sin embargo, hay dos elementos que identifican a todas ellas: uno es la alevosa falta de sutileza con que son perpetradas; el otro es el rol preeminente que, para consumarlas, los progenitores suelen otorgarle a las palabras.

A mí discúlpenme pero, quizás justamente porque trabajo con palabras, he aprendido a desconfiar de ellas, de su real eficacia a la hora de permitir la comunicación humana. Sermones aleccionadores, retos airados, latiguillos ametrallados a repetición, no son garantía de que los mensajes expresados por esos medios lleguen a buen puerto. Sin ir más lejos, todos hemos sido debida e insistentemente notificados de que Dios no quiere que matemos ni que robemos, y vean ustedes el desastre que una buena parte de sus hijos vive provocando en el mundo (y ni hablar de lo que pasa con aquello de "no desearás la mujer de tu prójimo"...).
No estoy diciendo con esto que a los hijos no haya que bajarles líneas para guiar su comportamiento, ni que haya que desechar por completo los discursos como medio de adoctrinamiento ético. Digo que, por lo general, la preocupación de los padres por la real eficacia de sus prédicas es tan exagerada como inútil. A los niños les quedan más cosas claras de las que nosotros creemos; ellos nos observan, nos evalúan y nos juzgan. Y frente a lo que ellos perciben a diario, no hay discurso en contrario que valga. Ni discurso a favor que posea tanta fuerza como los hechos.

Y es que lo más trascendente no se transmite por vía oral. Si lo esencial es invisible a los ojos, también es indecible a la boca (perdón, Antoine). No es por nuestras encendidas arengas que nuestros hijos van a respetar y reproducir nuestros principios. Ni siquiera por nuestras acciones extraordinarias. Lo que marca a un niño para siempre (pensemos, sino, en nuestra propia infancia) son determinados gestos o actitudes puntuales de sus mayores, y no precisamente aquellos que son fruto de una conducta reflexiva, deliberada, sino más bien todo lo contrario: esos momentos en que simplemente -¿simplemente?- los adultos somos como somos, sin pensar que también en ese instante estamos transmitiendo un mensaje fundamental, mudo pero tal vez más contundente y decisivo que aquel que se edifica -casi siempre, torpemente- con palabras recalcadas hasta el cansancio.

Cientos de veces a lo largo de la infancia de Ariel me pregunté cuál sería ese gesto mío, esa frase pronunciada por mi boca que habría de marcarlo para siempre, cuál sería el momento compartido que guardará toda su vida con especial cariño, cuál de mis actitudes le serviría de referencia ineludible a la hora de tomar sus propias decisiones adultas. La respuesta, por supuesto, sólo la posee Ariel. Seguramente me sorprendería conocerla.

Como podrán darse cuenta, esta particular manera de ver las cosas, sumada a mi arraigada neurosis, me ha conducido a no pocos conflictos internos. Porque, siguiendo este criterio, se arriba a una conclusión tan elemental como terrible: así como, sin darnos cuenta, podemos transmitir lo bueno de nosotros, del mismo modo podemos hacerlo con lo malo (es más, puede suceder que caigamos en lo segundo convencidos de estar haciendo lo primero).

Dicho en otras palabras: todo lo que digamos o hagamos frente a un niño, aún aquello que nos parece insignificante, puede acarrear consecuencias irreversibles. Bien pensado, es como para poner los pelos de punta (tanto a adultos como a niños). Sobre todo, porque en estos asuntos uno anda siempre caminando a tientas. Como bien señaló Antonio Porchia, uno sabe lo que ha dado, pero nunca sabe lo que el otro ha recibido. ¿Cómo saber cuál es la auténtica imagen que nuestros hijos se llevan de nosotros, qué es lo que ven cuando nos ven?

Por las dudas, tendríamos que estar preparados para lo peor. Hace años, nos reíamos cuando Mafalda, luego de observar a sus padres exclamaba alarmada: "¡Dios mío, estamos en manos de unos improvisados!".

Pues bien, asumámoslo de una buena vez: ahora esos improvisados somos nosotros.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: Una familia tipo (tipo ensamblada...)

jueves, 4 de noviembre de 2010

Pedagogía II (2da parte)

Una medida concreta que sí tomé al respecto fue hacer partícipe a Ariel de uno de mis ritos predilectos: concurrir a las librerías de canje, ésas donde, si uno está dispuesto a llenarse las manos de tierra, puede ver recompensado su paciente esfuerzo con el hallazgo de alguna joya literaria oculta en el montón de libros, aplastada por centenares de títulos tales como "Panorama de la cría de lombrices en Uganda meridional", "Una mirada estructuralista sobre la teoría de la catexis libidinal" o "Pegado a la línea blanca (memorias de un wing izquierdo adicto a la cocaína)".

Obviamente, no fue la perspectiva de encontrar miles de volúmenes polvorientos apilados en los estantes lo que convenció a Ariel de la conveniencia de acompañarme ese sábado a la mañana, sino la seductora posibilidad de renovar su stock de historietas sin tener que pedirnos un sólo centavo. Pues bien, supongo que sus expectativas se vieron holgadamente satisfechas: apenas entramos al local, Ariel rumbeó para el sector de las revistas y allí, ante sus ojos azorados, surgió, irresistiblemente tentadora, la mayor concentración de ejemplares de D'Artagnan, El Tony, Nippur, Superman y Batman que hubiera visto en toda su vida. "Elegí tranquilo, yo voy a revisar los libros", le dije, con la débil esperanza de que mis palabras le inspiraran aunque sea algo de curiosidad por ir al otro sector. Por supuesto, ni me escuchó, tan abstraído estaba descubriendo el paraíso.

A partir de aquel día, Ariel no sólo empezó a acompañarme en forma regular cada vez que yo iba al canje, sino que en muchas oportunidades era él quien tomaba la iniciativa de ir y me pedía que lo secundara. Lógicamente, yo accedía con gusto. Mi modesta y secreta apuesta era que, de tanto verme ensuciándome las manos con los libros, el ejemplo cundiera y, en un tiempo no muy lejano, Ariel quisiera probar dónde estaba la gracia de tan antihigiénico ajetreo.

Por supuesto, para que ello sucediera debieron pasar todavía algunos años. La tarde en que Ariel le dedicó su atención a un libro que prometía en su tapa sorprendentes revelaciones sobre el caso de los extraterrestres de Roswell y me pidió que se lo comprara, supe que la semilla había finalmente germinado. En nuestra visita siguiente al canje, me pidió una novela de Stephen King, que leyó con devoción en sólo un par de días. Vislumbrando su gusto por las historias de terror y suspenso, le comenté como quien no quiere la cosa el argumento de algunos cuentos de Poe, y se ve que el recurso fue efectivo porque inmediatamente quiso leerlos. A partir de entonces, la avalancha se hizo imparable y mi biblioteca se transformó en el objeto de la insaciable voracidad lectora de Ariel.

Claro que, al igual que con la estrategia del "Estanciero" y la del torneo de insultos, también aquí hubo que lamentar algunos efectos colaterales no deseados. En la primera clase de Lengua que tuvo Ariel en segundo año de la secundaria, la profesora realizó una sencilla encuesta entre sus flamantes alumnos para medir el nivel de lecturas que traían (o mejor dicho, para corroborar que la gran mayoria jamás había leído un libro en toda su vida). La pregunta era muy simple: "¿qué leyeron en el verano?". Después de escuchar varias respuestas previsibles -"El Gráfico", "Condorito", "No me gusta leer"- la sufrida docente se topó con la entusiasta declaración de Ariel: "Yo leí 'La metamorfosis' de Kafka y 'Un mundo feliz' de Huxley". Cuentan los testigos presenciales del hecho que el rostro de la mujer se transfiguró como atravesado por un fulgor incandescente. Dicen que se arrodilló en el medio del aula y con los brazos extendidos en cruz y la vista clavada en el cielorraso exclamó conmovida: "¡Gracias, Señor, gracias!", mientras los ojos se le inundaban de lágrimas. Dicen que luego se irguió y empezó a reír a carcajadas, que se trepó a los pupitres ante la mirada atónita de sus alumnos y que, empleando un acento griego impecable, cantó loas a Polimnia. Dicen que salió al pasillo dando arlequinescos brincos de alborozo. Dicen que cuando traspasó el portón de la escuela para perderse en el tráfago enloquecido de la mañana iba bailando tregua y catala.

Nunca más se volvió a saber de ella, aunque hay quienes juran haberla visto en Ezeiza intentando en vano abordar algún avión que la llevara hacia Macondo.

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: ¿Qué ves cuando me ves?

martes, 2 de noviembre de 2010

13- Pedagogía II

Cómo inducir a un niño al hábito de la lectura
Abelardo Castillo supo decir en alguna entrevista -un poco en broma, un poco en serio, estimo- que el mejor método para despertar en los niños el interés por la lectura es el siguiente: tomar todos los libros que uno quiere que el niño lea, colocarlos en el estante superior de la biblioteca, lejos de su alcance, y decirle en tono amenazante que por nada del mundo se le vaya a ocurrir leer esos libros que están ahí arriba. Bastará esa sola prohibición para que el chico empiece a tramar cómo acceder a ellos y leerlos sin ser descubierto.

Mal que me pese, creo que Abelardo Castillo estaba pensando en niños de otras épocas al detallar su método. No sé si este recurso sería efectivo en nuestros días. En primer lugar, porque se me hace que, ante el comentario, miles de chicos reaccionarían con alivio. "Menos mal que no tengo que leer todos esos libracos", dirían, y seguirían enfrascados frente a la PC, chateando con sus amigos o jugando al Counter Strike. En segundo lugar, porque ¿en cuántas casas es dable encontrar hoy una biblioteca?

Dicen que "la letra con sangre entra". Aceptemos -sólo a regañadientes- que pueda ser cierto. Lo que sin duda no entra con sangre es el amor por la letra. De nada sirve, por lo tanto, apelar a simpáticas fórmulas de persuasión, del estilo "nene, leé porque si no te reviento". Hay que ser creativos, pacientes y -sobre todo- muy sutiles. Sabido es que, por lo general, basta con que los padres aconsejen algo para que el niño, en defensa de su autodeterminación, decida hacer exactamente lo contrario, no vaya a ocurrir que, por ventura, algún desprevenido (los padres, por ejemplo) pudiera concluir erróneamente que a él se le puede decir lo que tiene que hacer.

A los 9 años, Ariel leía con fluidez y, acostumbrado a estar rodeado de adultos, tenía además un vocabulario bastante más extendido que el de la mayoría de sus amiguitos (sustentado, en parte, en nuestros épicos torneos de insultos). Le encantaban las historietas pero, eso sí, manifestaba una potente fobia hacia enciclopedias, atlas y libros con textos que excedieran las dos páginas de extensión o que no tuvieran dibujitos.

Situado a años luz de esa negación inicial, Ariel es hoy un lector empedernido que no puede conciliar el sueño si previamente no desliza ante sus ojos al menos unas páginas de algún libro.
¿Cómo se produjo esta metamorfosis, qué proceso operó para que tuviera lugar este cambio tan radical? Podría aquí aprovechar la oportunidad para arrogarme los méritos de tan valioso logro y encima venderles la receta mágica, pero mi ética me lo impide. Si he de ser sincero, luego de una intensa actividad reflexiva, frente a esa pregunta sólo puedo arribar a una sesuda respuesta: ¡qué se yo!
Y es que se pueden ensayar diversas hipótesis al respecto, pero mucho me temo que ninguna de ellas basta por sí sola para explicar el actual fervor de Ariel por la lectura. Veamos algunas de ellas:

a) En su casa siempre hubo libros: Obviamente, eso ayuda, pero no es más que un condicionamiento favorable, ni excluyente ni decisivo. Es cierto, los niños que no tienen trato corriente con los libros suelen adoptar frente a ellos -cuando no les queda otro remedio que enfrentarlos- la misma actitud de perplejidad que sus abuelos manifiestan frente a un reproductor de mp3 (y convengamos que el hecho de que los abuelos no sepan cómo encender el reproductor resulta menos patético que ver a un chico revisando una novela para ver por dónde hay que enchufarla). Pero también es cierto que muchas personas no han tenido la posibilidad de contar en su hogar con una nutrida biblioteca y, sin embargo, aman los libros. Por otro lado, conozco también padres frustrados porque sus hijos no quisieron sacarle provecho al invalorable tesoro que tenían al alcance de la mano. Y también sé de personas que colocan libros en los estantes sólo porque hacen juego con la decoración del living, pero esa es otra historia.

b) Siempre nos vio interesados en los libros: Está claro que ninguna recomendación o consejo llegarán a buen puerto si quien los suministra no es el primero en ponerlos en práctica. ¿De qué sirve pedirle a un chico que lea si uno con sus actos manifiesta hacia los libros una postura indiferente, cuando no de rechazo casi supersticioso? En tal sentido, Ariel tuvo siempre muy clara la estrecha relación afectiva que ejercemos Marcela y yo con los libros. No sólo nos veía leer con frecuencia, sino que además asistía como espectador -privilegiado aunque seguramente algo aburrido- a nuestros animados debates sobre literatura y el arte en general. Pienso que ha sido muy saludable para él haber crecido en un ambiente donde hablar de esos temas formaba parte de lo cotidiano, aunque habrá que reconocer que, en nuestro afán de incorporarlo al apasionante mundo de la cultura, quizás incurrimos en algunos excesos, como el día en que, jugando al Martín Pescador le planteamos como opción "¿Boedo o Florida?" y Ariel se fue a su habitación llorando, mientras nos acusaba a grito pelado de ser unos deconstructivistas desconsiderados.

c) Varios de mis amigos más cercanos son escritores: Es cierto, Ariel se acostumbró a tener trato doméstico con gente de letras y eso le permitió comprender que -a diferencia de lo que establece el generalizado preconcepto que tiene la gente sobre los poetas y novelistas- los escritores no sólo no están todos muertos o viven lejos, sino que respìran como cualquier mortal, hacen cola para pagar los impuestos, estornudan, van a la cancha, cuentan chistes y toman cerveza. Pero tampoco este ángulo diferente de visión resulta explicación suficiente. Es más, teniendo en cuenta la estrafalaria personalidad que caracteriza a varios de mis amigos escritores, me animaría a conjeturar que Ariel se interesó por los libros a pesar de ellos.

d) Tanta insistencia dio sus frutos: Definitivamente, no ha sido ésta la razón. Porque, más allá de alguna exhortación aislada por parte de Marcela -en realidad, más referida al estudio que al hábito de la lectura- o de mis comentarios elogiosos -convenientemente dosificados- acerca de los beneficios de tener un trato familiar con los libros, Ariel no recibió de nuestra parte ninguna incitación explícita a la lectura, ni a través de grandilocuentes discursos ("Hijo mío, los libros son los ladrillos con los que se edifica el palacio de la sabiduría"), ni a través de refinados sobornos ("Por cada cuento que leas, te vamos a comprar un alfajor de los que a vos te gustan"), ni a través de la manipulación psicológica, ya sea mediante el miedo ("A los niños que no leen, se los come el Cuco"), la culpa ("Los padres de los niños que no leen se enferman y se mueren jóvenes; vos no querrás cargar sobre tus espaldas con dos homicidios, ¿no?") o la mentira ("¿Sabías que está comprobado científicamente que hay una relación directa entre la ausencia de lectura y el crecimiento desmesurado de las orejas?"). Ignoro si se trató de exceso de confianza en el ejemplo o si fue una negligencia que salió bien, pero aunque suene extraño, jamás salió de mi boca la frase "Ariel, tenés que leer".

CONTINUARÁ
Próximo capítulo: Pedagogía II (2da parte)